Columna publicada el viernes 10 de mayo de 2024 por El Mercurio.

El feminismo tiene una deuda pendiente con la maternidad. Con o sin intención, al identificar en esa experiencia una de las principales causas de la exclusión de la mujer, el movimiento terminó, en el mejor de los casos, reduciendo la maternidad a un asunto privado que solo a ellas compete resolver; y, en el peor, convirtiéndola en el símbolo paradigmático de la “dominación patriarcal”.

Así, la maternidad ha perdido progresivamente su protagonismo en el discurso y la praxis política de los grupos más influyentes al interior del feminismo contemporáneo, con consecuencias que aún no han sido suficientemente advertidas. Ese es uno de los argumentos centrales del libro de la escritora británica Mary Harrington, “Feminismo contra el progreso”, recientemente traducido al español, y que nos parece indispensable abordar.

Es innegable que gran parte de los desafíos que enfrentan las mujeres en diversos ámbitos de su vida están relacionados con su condición de madres: el cuidado cotidiano, la crianza, la carga económica que conlleva y la conciliación entre la vida laboral, familiar y el descanso. Esto ocurre en un escenario con cada vez menos redes de apoyo, una baja corresponsabilidad masculina y una mayor inestabilidad social.

Muchas mujeres viven así la maternidad en absoluta soledad. Sin embargo, con la excepción de voces puntuales, pareciera que no hay allí una bandera relevante. La referencia a la maternidad es solo lateral, pero no el eje estructurante de una política feminista; todo apunta a comprenderla como un asunto privado, donde involucrarse está al borde de la intrusión.

Y esta tragedia esconde una paradoja: por más individual que pueda ser la decisión de ser madre, cuesta encontrar otro hecho cuyas consecuencias tengan mayor impacto social. Se trata, en último término, del sostén y reproducción de la sociedad. Así, tenemos hoy bajísimas tasas de natalidad, cada vez más mujeres aplazando la decisión de ser madres, una creciente tercerización del cuidado de los hijos (cuyos efectos negativos empiezan de a poco a advertirse) y un mercado laboral que aspira a contar con ellas, pero con la expectativa de que esa dimensión de sus vidas pase —en todo lo posible— desapercibida.

La decisión de ser madres se ha vuelto un acto casi heroico: lejos de asegurar que pueda ser una opción libre, le hemos ido sumando costos. Es cierto que se han abierto puertas en diversos ámbitos, pero sin considerar el hecho de que la mayor parte de las mujeres que esperan entrar por ellas siguen y seguirán siendo también madres. Madres que aspiran a serlo presentes y en plenitud.

Con dispar intensidad, y en distintas latitudes, el silencio del feminismo ha sido confrontado por una avanzada tradicionalista que, con la virtud de reconocer ese vacío, apela a devolver a la mujer al lugar del que nunca debió salir, a asociarla exclusivamente con su rol de madre, o a identificar su salida del hogar con la crisis que vive la familia o la relación entre los sexos. Por lo mismo, dicha avanzada no ofrece solución alguna, fuera de la vociferación, pues poco tiene que decir a las mujeres de hoy, donde la mayoría reconoce el valor de los espacios conquistados en el último siglo y medio.

Sin embargo, la respuesta a la encrucijada que viven las mujeres no está fuera del feminismo. Para escapar de su silencio y olvido de la maternidad, este debe reencontrarse con algo que fue clave en sus orígenes: lo que Harrington llama la “tradición del cuidado”. Esto, no obstante, se encuentra lejos de las apelaciones actuales a los cuidados, orientadas básicamente a reducir los obstáculos que impiden la participación plena de la mujer en la vida pública. En el caso de Harrington el objetivo es buscar una estructura que no solo asegure la emancipación de la mujer, sino que acompañe y garantice la realización de un vínculo que es insustituible, pero que al mismo tiempo constituye una tarea compartida: en primer lugar por los padres, pero donde también participa el lugar de trabajo, la escuela, la política pública.

No se está promoviendo con esto que el feminismo deba entrometerse en las decisiones íntimas de las mujeres, ni tampoco reivindicando un supuesto esencialismo, como si la femineidad se redujera a la maternidad. Se trata de atender a la realidad que experimentan día a día la mayoría de ellas, frenando el impulso de imponerles a qué debieran aspirar, para ofrecer en cambio un feminismo al servicio de sus anhelos. Esa es una gran deuda del movimiento y comprometerse con ella puede ser ocasión de una amplia y transversal convocatoria.