Columna publicada el domingo 30 de mayo de 2021 por El Mercurio.

Una de las muchas sorpresas que trajo la elección del 15 y 16 de mayo fue la masiva irrupción de independientes. A pesar de que los partidos cuentan con evidentes ventajas comparativas a la hora de competir por votos, los independientes lograron una porción significativa de los escaños. Esto tiene, desde luego, muchos aspectos positivos. Por de pronto, un sistema que tiene preocupantes síntomas de encierro recibirá aire fresco. Puede pensarse que, a pesar de la abstención, aquello dotará al proceso de una buena cuota de legitimidad. No se trata de caer en un optimismo ingenuo —la Convención enfrentará dificultades que no deberíamos soslayar—, pero hay acá una oportunidad única.

Ahora bien, a partir de este resultado diversas voces han sugerido replicar el modelo para los comicios parlamentarios. Recordemos que, en la elección de convencionales, los independientes pudieron agruparse en listas sin necesidad de conformar partidos. ¿No deberíamos, entonces, repetir la exitosa experiencia de la Convención? ¿Por qué no intentar darle el mismo aire fresco al Parlamento, cuyo prestigio está por los suelos? ¿Por qué seguir delegando la soberanía popular en partidos que han demostrado su incapacidad de representar a la ciudadanía?

La idea parece atractiva, pero tiene dificultades relevantes. De hecho, cuando se aprobó la reforma de independientes para la elección de convencionales, se arguyó una y otra vez que la medida se explicaba por la singularidad del momento. Un momento excepcional, se aseveró, requiere reglas excepcionales. En ese sentido, su proyección más allá de la Convención envuelve riesgos elevados, porque todas las democracias robustas y estables se articulan en torno a partidos. Ellos aportan continuidad histórica, consistencia política y fijan el marco del debate público. Guste o no, los partidos son el cauce de la representación. Desde luego, están (muy) lejos de ser perfectos, pero un mundo sin partidos es bastante peor que un mundo con partidos. Como bien dice El otro modelo, “la pretensión de algunos políticos chilenos independientes de intentar acceder al poder y luego gobernar sin el apoyo de partidos en el Congreso representa una apuesta que (…) refleja ignorancia y utopismo” (p. 82).

Cabe notar que acá reside la gran dificultad que enfrentará la Convención: al estar fragmentada en muchas causas y reivindicaciones diversas, será difícil construir acuerdos. Cada una de esas causas carece de una visión de conjunto, y el trabajo de los partidos es precisamente elaborar esa visión, y aunar voluntades en torno a ella. Por lo mismo, y aún asumiendo que la Convención necesitaba esas reglas excepcionales, no parece aconsejable repetir la experiencia en el Parlamento. En efecto, la función de diputados y senadores no es escribir una Constitución, sino contribuir a la gobernabilidad. Por lo demás, solemos olvidar con demasiada rapidez que los partidos no sólo tienen derechos (por ejemplo, la conformación de listas electorales), sino también deberes (su financiamiento está controlado y están obligados a tener mecanismos de democracia interna). Nada de esto ocurre con los independientes, que aspiran a tener los privilegios sin las obligaciones correspondientes. Si un grupo de personas tiene una causa común, pues bien, lo mejor que puede hacer por Chile es constituir un partido político para defenderla. De algún modo, el discurso independiente recuerda aquella vieja ilusión ochentera, según la cual sería posible prescindir de los partidos, y reemplazarlos unas inciertas “corrientes de opinión”, tan vagas como inoperantes. Para decirlo directamente, el rechazo a los partidos suele esconder un rechazo más o menos consciente al régimen democrático: algunos puros tendrían el extraño privilegio de arrogarse la representación del pueblo sin intermediarios.

Pero hay más. En rigor, la ilusión de los independientes tiene otra dimensión, que es nuestra desconfianza patológica respecto de las comunidades robustas. Un partido político es, en principio, una instancia colectiva que reúne a personas que comparten convicciones. Dado que nos cuesta percibir fenómenos que excedan el ámbito individual, nos cuesta también comprender la pertinencia de ese tipo de asociaciones. En el fondo, la simpatía que nos provocan los independientes tal vez está directamente vinculada al individualismo dominante: preferimos individuos que van por la libre promoviendo sus agendas a personas capaces de actuar coordinadamente con otros. Sobra decir que esa desconfianza es rigurosamente incompatible con la idea de república, que implica la existencia de algo común más allá de la mónada aislada.

Desde luego, nada de lo dicho pretende negar la profundidad de la crisis de nuestros partidos. Si hemos llegado hasta acá, es en buena parte porque ellos no han estado a la altura de sus responsabilidades: carecen de toda disciplina interna, tienen cada vez menos fondo doctrinario y han sido cooptados por lógicas clientelares. No sorprende, en ese contexto, el castigo que les ha propinado la ciudadanía. Sin embargo, la respuesta no pasa por renunciar a ellos, sino por fortalecerlos y darles los medios para cumplir con sus fines. El camino contrario, aunque popular en estos días, recuerda inevitablemente la vieja crítica de Augusto Pinochet a los “señores políticos”.