Columna publicada el lunes 7 de marzo de 2022 por La Segunda.

¿Sebastián Piñera “entregó” la Constitución, como critica cierta derecha? ¿O más bien facilitó el “camino del diálogo”, según reivindica el piñerismo? Abordar estas preguntas supone un breve rodeo.

Al volver al poder, preso de la borrachera electoral y la narrativa “sin complejos”, Piñera no dudó en desahuciar el proceso constituyente de Michelle Bachelet. Dicho proceso padecía defectos importantes (nunca se zanjó bien la disputa entre el jacobinismo de Atria y la moderación DC). Sin embargo, también tenía una virtud que hoy brilla por su ausencia: fue concebido en clave de continuidad y cambio, no era puro rupturismo.

Voces como Patricio Zapata o José Francisco García plantearon un acuerdo intergubernamental: retomar ese itinerario inconcluso. Era una oportunidad para dirigir desde la centroderecha un esfuerzo de renovación y relegitimación institucional. Después de todo, el pacto de la transición que sostenía el orden constitucional vigente llevaba casi una década agonizando. Piñera, no obstante, nunca se tomó en serio nuestro déficit de legitimidad política.

¿Cómo explicar, entonces, la apuesta constituyente del piñerismo en noviembre de 2019? ¿Dónde quedó el portazo de Chadwick al proyecto de Bachelet? La respuesta reside, básicamente, en la improvisación y el pragmatismo sin contenido propio. Fue, literalmente, un último recurso: el Presidente ya no controlaba ningún tipo de agenda. Su incapacidad de conducir la crisis y de anticiparse a la dificultades, así como su tendencia a apagar el fuego con bencina y estirar los elásticos hasta romperlos, sacaron el impulso político de La Moneda. Fue en el Congreso, y por tanto en la oposición, donde se fraguaron los ejes del Acuerdo del 15 N. Ellos impusieron como salida una revisión constitucional total —había que abdicar definitivamente de la transición pactada—, sin mayor margen para alterar sus cláusulas.

Así, en apenas un par de años, pasamos de un triunfo inédito en las presidenciales a un vacío de poder tal que la disyuntiva fue o el recurso a los militares o un proceso constituyente a fojas cero. Las fichas se pondrían finalmente en el tercio histórico. En bloquear, no en conducir. Pero el oficialismo perdería aquel tercio en el Congreso y la derecha —vaya legado— haría lo propio en la Convención. En este anómalo escenario, la izquierda octubrista promueve un texto de nicho, ajeno a toda contención y espíritu republicano. Todo lo cual, salvo un milagro, perpetuará nuestro problema constitucional.

Es sólo viendo esta película completa —la farra electoral, la falta de reformas, el vacío de poder, el abismo de noviembre y la erosión de Chile Vamos—, que puede entenderse por qué Sebastián Piñera merece ser considerado el padre de la Convención.