Columna publicada el sábado 17 de octubre de 2020 por La Tercera.

El conservadurismo político consiste básicamente en saber que las cosas siempre pueden salir mal y terminar peor de lo que ya están. Y en valorar altamente, por tanto, aquello que ha demostrado funcionar. Lo probado bueno. También supone que los cambios son mejores y más duraderos si maduran en el tiempo, ajustándose reforma a reforma a la realidad que pretende ser abarcada. Luego, el némesis del conservadurismo es el progresismo racionalista que considera que todo cambio “en la dirección teórica correcta” es para mejor, y que a mayor radicalidad de las transformaciones, mayor provecho.

Mucha gente piensa que la opción obvia para los conservadores en el plebiscito constituyente es el “rechazo”. El argumento sería que la constitución vigente nos ha acompañado durante el periodo de mayor prosperidad de nuestra historia, por lo que cambiarla por completo es un despropósito. Distrae recursos y atención política de las reformas sociales urgentes, al tiempo que resulta muy improbable que redactemos algo mejor, a juzgar por el clima de reyerta carcelaria que reina en nuestro debate público. “Rechazar para reformar”, entonces.

El problema es que este razonamiento, aunque plausible, indaga poco en la situación política real en que nos encontramos. Suena muy razonable en abstracto, pero al ser puesto en juego en el plano de la realidad, cojea. O al menos demanda más argumentos.

Si es cierto que la paciencia política de la mayoría de los chilenos se agotó, si la línea de crédito temporal otorgada a la clase política está en cero, el improbable triunfo del “rechazo para reformar” bien podría generar una demanda directa por reformas inmediatas a gran escala y a todo nivel. En tal caso, su efecto sería exactamente el contrario al buscado. A menos que se contara con una capacidad de articulación hoy ausente, se produciría una aceleración política difícil de controlar.

Un triunfo del “apruebo”, por otro lado, puede abrir una acotada línea de crédito temporal, útil para echar a andar reformas que vayan madurando de a poco. Esto último dependería, obviamente, de fuerzas conservadoras bien organizadas y con un programa claro, pues demanda avances paralelos y coordinados a nivel del ejecutivo, el legislativo y la potencial órgano constituyente.

La derecha y los restos moderados de la Concertación bien podrían articular una fuerza de ese tipo. Las izquierdas, en cambio, se encuentran en un estado de desorden y descomposición político e ideológico. De ahí la irresponsabilidad y vacuidad de sus acciones.

Lo más importante ahora, entonces, es construir una unidad estratégica conservadora, a pesar de la diversidad de tácticas planteadas. Polarizarse entre el “apruebo” y el “rechazo” es dispararse en los pies. Es de la unidad programática, que exige unidad de diagnóstico, que depende avanzar en cualquiera de los escenarios planteados. Y esa unidad no se generará de manera espontánea.

Si esto es correcto, el desafío más importante para el mundo conservador es hoy tan intelectual como político: identificar males y remedios, por un lado, y, por otro, legitimar democráticamente en varios frentes una conducción y un ritmo moderado de cambio para desplegar esos remedios.