Columna publicada el domingo 29 de mayo de 2022 por El Mercurio.

En agosto del año 2016, el actual Presidente publicó en redes sociales una imagen acompañada del siguiente texto: “Hoy estuvimos en el territorio liberado de Temucuicui con el lonko Víctor Queipul dialogando con su comunidad”. En la foto aparece un orondo Gabriel Boric enarbolando la bandera mapuche, acompañado de habitantes de la zona.

Más allá del mensaje evidente —el joven rebelde apoya causas radicales— había algo extraño en las palabras escogidas. Si alguien dice “territorio liberado”, surge de inmediato una pregunta: ¿liberado de qué? La única respuesta posible: del Estado chileno. La figura no era puramente retórica, pues pocos meses después fue imposible ingresar a Temucuicui para efectuar el censo, lo que (debo suponer) alegró al Boric de la época. Como fuere, el hecho es que el Frente Amplio asumió un discurso que ve al Estado como una instancia opresora, de la que debemos emanciparnos cuanto antes (“El Estado es un macho violador”, cantaban alegremente LasTesis). En ese contexto, la liberación de Temucuicui era vista como una gesta heroica y vanguardista: allí, fuera de los márgenes del diabólico aparato público, residía la auténtica libertad.

Mi intuición es que se trata del error más garrafal que haya cometido la izquierda en varias décadas. El Estado ha cometido injusticias graves; y, desde luego, está plagado de múltiples problemas, torpezas y deficiencias, pero la ilusión según la cual estaríamos mejor sin el orden que provee es simplemente falsa. Después de todo, hoy estamos imposibilitados de proteger a la población de Temucuicui; y ni siquiera podemos saber si allí se resguardan las libertades civiles más elementales —una figura parecida a la de Colonia Dignidad—. Uno podría entender, quizás, que dichas ideas fueran defendidas por la derecha libertaria, o por grupos anarquistas, pero no por la izquierda cuya vocación histórica es precisamente utilizar el aparato estatal para corregir injusticias. ¿Cómo lograr ese objetivo una vez que se ha debilitado y deslegitimado hasta el extremo ese mismo instrumento? ¿Qué profundas transformaciones pueden impulsarse desde allí? Estas dimensiones no están desconectadas, y basta recordar la reticencia de buena parte de la izquierda al cobro de impuestos por los retiros de fondos de pensiones.

No se trata de enrostrar las infinitas contradicciones entre el diputado y el Presidente, sino de comprender las gravísimas dificultades políticas que enfrenta hoy. Después de todo, no resulta fácil modificar los hábitos mentales de la noche a la mañana. El Gobierno, en el fondo, se enfrenta a la difícil disyuntiva de tener que emplear una fuerza que considera opresora. Eso explica, por ejemplo, las incoherencias en torno a los supuestos “presos políticos”. Nos gobierna una generación encerrada en una cárcel mental, cárcel que bien podría desfondar completamente al oficialismo. Si es cierto que Temucuicui es territorio liberado, entonces deberíamos renunciar al ejercicio de la fuerza en La Araucanía. Pero, por otro lado, no hay nada más urgente que restablecer el imperio del derecho, único medio de proteger a los más débiles —como Segundo Catril.

Naturalmente, el dilema se agrava si atendemos a la relación entre Gobierno y Convención. En efecto, el borrador constitucional les otorga a los pueblos originarios una autonomía cuyos bordes son, en el mejor de los casos, muy difusos. Lo menos que puede decirse es que nada en el texto impide la multiplicación de enclaves “liberados”, y que ese horizonte no disgusta en nada a los escaños reservados. De muestra un botón: los representantes mapuches de la Convención fueron, cuando menos, tibios a la hora de lamentar el asesinato de Segundo Catril. Otro: Elisa Loncon no condenó nunca la violencia en la macrozona sur. Saque el lector sus propias conclusiones.

La paradoja, entonces, puede formularse como sigue: el diputado Boric pensaba que Temucuicui es un territorio liberado de la opresión estatal, mientras que al Presidente Boric le asiste el deber de liberar a la zona del terrorismo. De allí el curioso papel de comentaristas que por momentos asumen el mandatario y sus ministros: condenan enérgicamente la violencia, pero no hacen demasiado por restaurar el orden. Pedalean en el aire, y eso nunca es gratis. Gabriel Boric debería recordar el viejo consejo de Maquiavelo: a la larga, las vías medias son las más perniciosas. Si el Presidente no es capaz de dotar de legitimidad a la autoridad del Estado, no habrá solución alguna al problema mapuche (ni a ningún otro). En medio de la violencia, será imposible siquiera esbozar un camino de salida. Para hacerlo, es indispensable liberar a Temucuicui, esto es, lograr que el Estado proteja la vida y los bienes de las personas que allí viven, trabajan y pagan impuestos y, a cambio, solo reciben balazos.

“Usted tiene que escoger”, le espetaba Patricio Aylwin a Salvador Allende en 1973. Estamos muy lejos de las circunstancias dramáticas en las que fueron pronunciadas aquellas palabras, pero de algún modo Gabriel Boric enfrenta una disyuntiva análoga: no es posible estar a la cabeza de un Estado cuya fuerza se considera ilegítima. Más tarde o más temprano, Boric deberá elegir: o se limita a ser el instrumento del PC o retoma la mejor tradición socialista, que no tiene problemas en ejercer la autoridad del Estado —como lo hiciera Ricardo Lagos Escobar.