Columna publicada el sábado 3 de julio de 2021 por La Tercera.

El desafío de la Convención es titánico: proponer un proyecto de nueva constitución capaz no sólo de ser aprobado en el plebiscito de salida, sino también de generar lealtad a través del tiempo. La pregunta crucial es cuáles son las condiciones que favorecen el éxito de esta misión y aquellas que, en cambio, lo dificultan. Aquí surgen varios retos adicionales para los convencionales.

Para estar a la altura de las circunstancias, muchos deberán abandonar el tono de sus candidaturas. Me refiero a quienes centraron sus campañas en generosos listados de principios o derechos, más o menos pertinentes según el caso, pero cuya nota distintiva fue acentuar agendas particulares y excluyentes entre sí. Dependiendo del candidato se prometió —cual lista de supermercado— una Constitución mínima o máxima, anti o pro-modelo, animalista, vegana y un largo etcétera. Es indudable que hay en el país un ánimo de cambios, pero si los convencionales se atrincheran en sus respectivas banderas, sin preguntarse cómo se articulan sus planteamientos con los del lado y los del frente, el proceso difícilmente cumplirá con las expectativas generadas.

En este sentido, los días previos al inicio de la Convención —casi sobra decirlo— no han sido muy alentadores. El panorama quizá mejore luego de su instalación, pero hasta ahora se observa una sobredosis del individualismo identitario ambiente: cada uno parece ensimismado en sus apuesta, sus intereses y sus preferencias. En el caso particular de las izquierdas, insistir en esa dinámica puede llevarlos a perder de vista que hoy la principal responsabilidad recae sobre sus hombros. Dada la correlación de fuerzas resultante de las elecciones, ya no estarán disponibles las referencias (¿excusas?) a los vetos de la derecha. Si el proceso fracasa, los primeros en debernos una respuesta serán quienes tienen las mayorías disponibles para articular los acuerdos.

Considerando dicha correlación de fuerzas, la derecha igualmente deberá alterar su forma habitual de enfrentar el debate. Es la hora del diálogo, la negociación, los argumentos y la persuasión; de hacer política, en suma. Esta será la única manera de defender ciertos bienes valiosos —como las libertades de conciencia, educación y asociación—, y de promover aquellas modificaciones que demanda el momento actual (como el fin al bloqueo del sistema político). Sin ese trabajo de joyería, será inviable influir en los destinos de la Convención.

Por último, pero quizá lo más importante, los convencionales que vienen fuera de la política tradicional también deberán cambiar sus lógicas imperantes. Hoy gozan del beneplácito ciudadano y de los medios, sin embargo, tirando el mantel dilapidarán rápidamente su credibilidad. Ahora son ni más ni menos que representantes políticos y muy pronto serán escrutados con todo el rigor del caso. Si perseveran en ignorar las reglas establecidas o en vetar a priori a ciertos sectores, ellos no sólo pondrán en riesgo el itinerario constitucional, sino que encarnarán la misma autorreferencia de la clase política que tanto aborrecen. Nada de esto, por supuesto, ayudaría a rehabilitar el diálogo ni las instituciones democráticas.

En suma, y tal como ha señalado el expresidente Ricardo Lagos, la Convención no está llamada a ser la madre de todas las batallas, sino la madre de todos los acuerdos. ¿Será posible?