Columna publicada en El Líbero, 25.07.2017

“Cree en la santidad de la propiedad privada porque es millonario”. “Cree en el pacifismo porque es un cobarde”. “Cree en la legitimidad del castigo físico porque es un sádico”. Las palabras son del escritor inglés C. S. Lewis, y con ellas ejemplificaba un importante vicio al interior del debate público de su tiempo, al que denomina “bulverismo”. Ese vicio consiste en la tendencia a explicar por qué alguien estaría equivocado, en vez de demostrar que efectivamente lo está. Es decir, a explicar los motivos subjetivos por los que alguien defiende algo, en vez de atender a sus razones.

Tristemente, esta es la actitud que hoy parece dominar la discusión sobre la mal llamada “agenda valórica”, tan efervescente en los últimos días. Mientras el debate sobre el aborto se ha reducido a un conflicto entre “misóginos” y “oscurantistas” versus “asesinos” y “nazis”, la polémica que abrió el Bus de la libertad terminó en una agresiva disputa entre “homofóbicos” e “intolerantes”, frente a “degenerados” y “totalitarios”.

Salvo excepciones, ni una ni otra posición quiso hacerse cargo de los argumentos de la contraparte, que en general fueron desacreditados a priori alegando un vicio de origen. Así, se asume desde un inicio que detrás de cada una de las partes hay intereses ocultos que de ningún modo responden a ideas racionales que deban ser intercambiadas y debatidas.

El primado de esta suerte de sospecha radical frente a la postura del otro ha impedido cualquier tipo de deliberación reflexiva sobre temas fundamentales, que involucran a cada persona en un sentido particularmente dramático. Las consecuencias de esta actitud no son inocuas. No sólo se renuncia a la búsqueda de la verdad, sino que además gana terreno una falsa pretensión de neutralidad, que busca llevar estas discusiones al plano individual y privado de cada persona y que omite los argumentos que justificarían la propia postura. Cuando, finalmente, las mismas pasiones que despierta el tema muestran que hay algo más profundo en juego.

Tomarnos en serio la discusión implica tomarnos en serio la posibilidad de que las premisas de otros  no sean lo irracionales que a veces pensamos, ni tampoco que siempre obedezcan a intenciones veladas. La insensatez y la hipocresía suelen colarse en estas disputas; pero asumir la peor versión de la posición ajena en nada ayuda a esclarecer lo que efectivamente está en cuestión en cada una de estas discusiones.

De este modo, el debate público se torna superficial y tiende a radicalizarse, pues lo importante es ganar, en lugar de desentrañar la verdad de las cosas, lo que muchas veces implicará mantenerse en la misma posición, otras llegar a un acuerdo, y otras tantas aceptar que, efectivamente, estábamos equivocados.

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