Columna publicada el 21.01.20 en La Segunda.

La última encuesta del CEP fue lapidaria para todos los actores políticos (nadie tiene motivos para celebrar), pero el principal damnificado es Sebastián Piñera. No se exagera al decir que tanto su futuro como el del oficialismo están en jaque. Obviamente, el problema va más allá de la persona del presidente. Llegó la hora de asumir que –en lo principal– el diagnóstico era equivocado. El del piñerismo, desde luego, pero también el del Chicago-gremialismo noventero. El punto es relevante, pues no todos los críticos de la izquierda y el progresismo han sido igualmente complacientes. En rigor, hay antecedentes remotos y próximos que permiten repensar las categorías dominantes en la derecha posdictadura. Veamos dos ejemplos.

En 1981, Mario Góngora describió al régimen de Pinochet como la tercera etapa de la “época de las planificaciones globales”; una “revolución desde arriba” impulsada por “los discípulos de la escuela de Milton Friedman”. En particular, denunció la “reestructuración general de la economía, de la sociedad y del poder estatal”, bajo “la convicción de que la ‘libertad económica’ es la base de la ‘libertad política’ y finalmente de toda libertad”. Y todo ello –añade Góngora– “sin tomar el peso a la semejanza de este postulado con los de un marxismo primario”. El destacado historiador concluyó con una advertencia que, vista en retrospectiva, adquiere rasgos proféticos: “la planificación ha partido de cero, contrariando o prescindiendo de toda tradición, lo que siempre trae consigo revanchas culturales”.

Casi 30 años después fue otro historiador, Gonzalo Vial, quien subrayó en su obra póstuma –tal como hiciera tantas veces en estas páginas– la necesidad de “soldar la fractura social”. Habló sin temor de “fallas abismantes en el ingreso, el trabajo, la vivienda, la salud, la educación, el hogar estable como motor de progreso y prenda de auténtica felicidad”. Por cierto, nada de esto le impedía criticar “el fraude de los socialismos reales”, la “imposición ‘globalizada’ de un género de vida uniforme” o el “chato egoísmo posmoderno”. Pero Vial tampoco dudaba en explicitar una condición indispensable para superar las fallas señaladas: que “a los privilegiados chilenos nos importen los connacionales desposeídos como si fuéramos nosotros mismos –y no ellos– los golpeados por la miseria y la injusticia”.

Es en este tipo de visiones, conscientes de las dificultades inherentes a la modernización capitalista de las últimas décadas, donde el oficialismo podrá encontrar la base para una reflexión política renovada. Mal que nos pese, ni la ortodoxia económica ni las asesorías comunicacionales ofrecerán un horizonte que permita enfrentar las carencias y tensiones del Chile postransición.