Columna publicada el 29.07.18 en El Mercurio.

“Son anécdotas que deben quedar en el camino”. Con esa afirmación, el Presidente Sebastián Piñera intentó cerrar la polémica en torno a las declaraciones de Gerardo Varela y José Ramón Valente. En su lógica, las sendas intervenciones de los ministros son meramente accidentales, y no se corresponden con el sentir ni con el actuar del gobierno. Por lo mismo, no sería razonable detenerse demasiado en ellas. No obstante, hay buenos motivos para pensar que la lectura del Mandatario no es del todo correcta, y que las palabras de los ministros son un buen síntoma de algunas tensiones que atraviesan al Ejecutivo. Me parece que es posible distinguir al menos tres tipos de dificultades que, cada una en su nivel, pueden ser muy costosas si no se atienden a tiempo.

La primera de ellas guarda relación con la ausencia de un mínimo espíritu público. La liviandad con la que hablan Varela y Valente permite pensar que hay ministros que aún no aquilatan lo que implica estar en el gabinete: esto no es un juego ni un concurso de ingenio. La administración del Estado tiene códigos y responsabilidades que no son puramente formales, sino que remiten a la importancia de la función. En esta materia, la derecha tiene un déficit histórico, pues subsiste en ella cierto economicismo derechamente incompatible con una concepción robusta de lo público. Si el titular de Economía sigue hablando como reputado consultor financiero de la plaza, es simplemente porque no ve diferencia relevante entre ambos papeles; y si el encargado de la educación cree que la infraestructura de los colegios debe jugarse en un bingo, es porque carece de herramientas mínimas para comprender el papel del Estado, más allá de algunas consignas tan vacías como inútiles a la hora de gobernar. Es difícil pensar que todo esto sea anecdótico: ¿qué podemos esperar de ministros que no tienen demasiada conciencia de sus deberes, que no pueden articular un discurso coherente con el cargo que ocupan?

En seguida, hay una cuestión relacionada con el diseño del gobierno. Este gabinete se configuró en torno a dos tipos de secretarios de Estado: por un lado, en las carteras altamente sensibles hay ministros que gozan de la confianza personal del Presidente; y, por otro, están los ministros más políticos recluidos en las carteras sectoriales. Esa fue la apuesta de Sebastián Piñera, que incluso fue leída en su momento como una gran ofensiva ideológica. Sin embargo, esto también lo deja directamente expuesto: los errores del primer grupo de ministros lo tocan muy de cerca, pues debilitan su propio diseño, y ponen en cuestión a secretarios de Estado que no tienen peso específico.

La tercera dificultad es la más preocupante, y tiene que ver con el rumbo del Ejecutivo. Este gobierno accedió al poder con una votación inédita en la historia de la derecha, aunque nadie en el sector haya querido darse cuenta. Después de todo, un 54% de apoyo electoral es una base muy sólida para construir un discurso político dotado de fortaleza. Sin embargo, uno tiene la sensación de que no hay muchas ganas ni ideas para emplear ese capital político. Resulta cuando menos llamativo que el titular de educación pretenda defender la autonomía de la sociedad civil eligiendo el peor ejemplo posible -el bingo-; mientras que el Gobierno cedió sin decir agua va el protocolo de objeción de conciencia, como si la libertad de asociación fuera irrelevante. De más está decir que la vitalidad de la sociedad civil no se juega en la organización de bingos para financiar necesidades básicas, sino que en la capacidad de preservar y fomentar la pluralidad social. En esto último, el Gobierno tuvo escasa convicción para defender su punto, y adoptó de facto la perspectiva de la izquierda más dura. A partir de esto, cabe preguntarse cómo enfrentará la derecha las discusiones que se vienen. ¿Qué fuerza tendrá, por ejemplo, para defender sus posiciones en aborto libre o eutanasia? ¿En qué dirección querrá construir su propio legado, más allá de las siempre volátiles encuestas? A casi cinco meses de haber asumido, estas preguntas permanecen en la penumbra.

Todo indica que, por ahora, el Presidente insistirá en su diseño original, prefiriendo asumir los riesgos implícitos. Sin embargo, esos riesgos no son banales: toda la acción del Gobierno (que tiene sin duda elementos valiosos) puede terminar oscurecida por la falta de consistencia. En otras palabras, no se puede transmitir un mensaje nítido en medio de tanta disonancia. Es cierto que el Presidente es un reconocido -y exitoso- apostador, pero puede pensarse que acá hay más voluntarismo que otra cosa. En cualquier caso, mientras más tarden los cambios, más atascado quedará el Ejecutivo en sus contradicciones. Y en política, el tiempo nunca sobra.