Columna publicada el 30.12.18 en El Mercurio.

La discusión en torno al negacionismo es muy reveladora de ciertas tensiones que -inevitablemente- enfrentan las sociedades contemporáneas. Por un lado, nos gusta afirmar con mucha vehemencia que la libertad de expresión es un valor supremo e incondicional; pero al mismo tiempo, querríamos controlar sus consecuencias menos amables. En otras palabras, buscamos garantizar el máximo de libertad posible y, a la vez, sentimos la necesidad de limitar el debate, pues intuimos que hay ciertas ideas cuya expresión pública daña irremediablemente nuestra convivencia. 

Sobra decir que el primer movimiento está en el origen de la modernidad. En efecto, uno de los principales objetivos de los teóricos modernos es emancipar al individuo de todo tipo de control (ya sea social, intelectual, moral o religioso), con el objeto de que despliegue su autonomía. El individuo no debe estar sometido a ninguna autoridad externa que le indique qué puede pensar o decir. Por lo mismo, el inmenso poder del Estado no debe ser utilizado para fijar verdades y perseguir a quienes disienten de ellas: el riesgo de despotismo es demasiado alto. La conclusión es evidente, y tanto Montesquieu como Mill son taxativos al respecto: las ideas deben circular con plena libertad.

Sin embargo, nuestras sociedades no se tranquilizan en esa tesis. Cabría decir, más bien, que esa libertad absoluta nos irrita y nos perturba. Hay ciertas ideas que consideramos peligrosas, o derechamente obscenas, y que, en toda lógica, deseamos excluir de la discusión pública. Aunque el fenómeno tiene una dimensión misteriosa (¿cómo explicar la obsesión de la modernidad por negarse a sí misma?), es posible dar algunas pistas. Como bien advertía Tocqueville -el pensador liberal que más agudamente detectó las tensiones internas del liberalismo-, ninguna sociedad puede existir sin ciertos consensos básicos. Dicho de otro modo, ningún grupo humano tolera un pluralismo extremo, pues este pondría en peligro su propia existencia. 

Si se quiere, el problema estriba en que nuestro mundo tiene enormes dificultades para admitir explícitamente esta sugerencia de Tocqueville. Nosotros, modernos, aspirábamos a ser distintos -superiores- a las sociedades del pasado, que se ordenaban en torno a un dogma que no podía ser discutido. No obstante, toda colectividad posee y supone una instancia sagrada que, naturalmente, exige cierta protección (y basta pensar en el lugar que ocupa el holocausto judío en el imaginario europeo posterior a la Segunda Guerra). En nuestro mundo, ese lugar viene dado por el respeto irrestricto a los derechos humanos. Quienes reivindican o niegan las violaciones a esos derechos dañan esa instancia sagrada.

Desde luego, es imposible conciliar absolutamente estos dos movimientos. En ese sentido, la discusión tiene algo de insoluble, pues ambas posturas tienen su razonabilidad. Con todo, y aun aceptando la necesidad de proteger algunas verdades fundamentales, resulta cuando menos dudoso que el derecho penal sea la herramienta más eficaz para lograr un objetivo de esa naturaleza. Por de pronto, el remedio puede resultar peor que la enfermedad. En efecto, penalizar ciertas ideas implica darles a sus voceros la chapa de mártires, además de una enorme exposición pública. En esta materia, la experiencia internacional no es muy alentadora, pues nunca faltan los provocadores que buscan la condena para exhibirse. Se logra así el efecto contrario al buscado: esas ideas dañinas reciben mucha más atención mediática de la que tendrían sin penalización. Por otro lado, se trata de una herramienta sumamente tosca, pues obliga tanto al juez como al legislador a realizar una serie de disquisiciones muy delicadas que, en definitiva, minan la libertad intelectual. ¿En qué medida cuestionar es lo mismo que negar? ¿Cuál sería el núcleo que debe ser protegido y quién lo define? ¿Quién interpreta luego esa definición y según qué criterios? ¿Debemos considerar al informe Rettig como el marco definitivo de nuestra historia reciente? ¿Es posible la reflexión auténtica sobre estos problemas si se cierne sobre ella la amenaza del derecho penal? Las preguntas bien podrían multiplicarse al infinito, y ninguna de ellas tiene respuesta fácil. 

Como fuere, lo más grave va por otro lado. En efecto, recurrir al derecho penal supone admitir una derrota dolorosa: nuestros intentos por hacer respetar ese núcleo fundamental no han sido exitosos. En ese contexto, la prohibición constituye un camino cómodo y fácil, como quien esconde la mugre debajo de la alfombra. El problema es que no acabaremos nunca con aquello que llamamos negacionismo mientras no hagamos un esfuerzo por comprender cuáles son sus motivos y sus resortes ocultos. Dicho en simple, el negacionismo no va a dejar de existir porque lo penalicemos -más bien al contrario-. Si no hemos sabido proteger ese núcleo fundamental, el derecho penal no nos será de gran ayuda. El motivo es muy simple: lo sagrado no se restituye mediante coerción.