Artículo publicado el 19.11.19 en Ciper.

La función de una constitución política es la organización de los poderes del Estado. Esto apunta tanto a su estructura interna como a la forma del vínculo que establecerán con la sociedad y los individuos. Luego, las constituciones no tienen el poder de reinventar o refundar el vínculo social: ni la sociedad se reduce al Estado, ni el Estado somos todos. Tampoco puede operar suponiendo recursos o cualidades inexistentes en el país que pretende organizar. Al revés, la organización del aparato estatal debe intentar ser lo más respetuosa posible de la realidad social de los países si pretende encausar su existencia por vías legales. De lo contrario la carta fundamental se vuelve simplemente un papel lleno de buenas intenciones que será pisoteado todos los días de su existencia, o bien el testimonio de una coyuntura pasada, ajena al presente (algo de eso le ocurre a la Constitución de 1980 que, pese a las reformas sucesivas, ha quedado algo atrapada en su rol de documento de la Guerra Fría).

El problema de tratar de hacer calzar lo mejor posible la constitución política de los países con su constitución social o histórica –que incluye su situación geopolítica- es justamente lo que nos previene de pensar que una buena constitución podría armarse simplemente copiando buenas reglas de países extranjeros. Al igual que con las políticas públicas, las buenas leyes funcionan porque se adaptan bien a la sociedad donde son formuladas, y no porque sean una receta mágica, trasplantable a cualquier realidad.

Si miramos a nuestro alrededor, de hecho, encontraremos muchas constituciones que parecen una fuente inagotable de bondades y buenos deseos. Pero si nos movemos de ese espejismo de papel hacia la realidad de los países regidos por dichas cartas, nos encontraremos, la mayoría de las veces, con tristes sorpresas. Muchos de los países cuyos pueblos son más violentados por el Estado han tenido y tienen magníficas y altisonantes constituciones. Por eso, uno de los grandes desafíos que enfrentarán quienes redacten nuestra próxima constitución es preguntarse por el carácter actual del país, su situación geopolítica, la realidad material de sus instituciones y la cultura de sus habitantes, para desde ahí elaborar un texto legal que logre acoplarse de manera virtuosa a dichas realidades.

Otro problema de las constituciones democráticas es que, al momento de redactarlas, hay que tener en claro que todas las ventajas que una facción pretenda ganar usando las leyes fundamentales, también podrá ser usada por el adversario en su contra en alguna oportunidad. A menos que un grupo político esté seguro de que siempre tendrá el control del Estado, en cuyo caso hacer una constitución es una pérdida de tiempo. Esto nos obliga a ser todavía más moderados y ecuánimes en relación a lo que introducimos en el texto. El espacio constitucional no es uno donde se puedan ganar batallas políticas por decreto, sino uno que fija los márgenes en los cuales consideramos sano y virtuoso dar esas batallas. En otras palabras, el debate es sobre la cancha en que se jugará, y no sobre los equipos.

Finalmente, para escribir una carta fundamental parece clave tener claro qué se combate. Qué es lo existencialmente opuesto a lo que el Estado por constituirse pretende ser. Y el enemigo mortal de toda república es la tiranía: la división de poderes y la búsqueda de contrapesos y balances en los distintos niveles de la organización del Estado tienen como gran fin cerrar todas las puertas y ventanas posibles a dicho enemigo. Pero suena mucho más fácil de lo que, en realidad, es, porque el temor a la tiranía surgida de las propias entrañas debe balancearse con la necesidad de defenderse de posibles agresiones externas, lo que demanda depositar poderosas facultades en las manos de algunas instituciones y cargos. No hay arreglo fácil.

Todo esto nos indica que pensar constitucionalmente es algo muy distinto a simplemente imaginarse lo que a uno le parece bueno para el resto y escribirlo en un papel. Es una forma particular de razonamiento político, muy distinta al razonamiento partidista o al deseo ideológico.  Pero, ¿cómo se aprende a pensar constitucionalmente? ¿Cómo se aprende a razonar legalmente incorporando todos estos elementos políticos, estratégicos y sociológicos? Una buena manera de conseguirlo es ver a otros seres humanos logrando tal proeza. Y esa es justamente la razón por la que “El Federalista”, un libro constituido por un conjunto de artículos escritos hace 230 años y orientados defender el proyecto constitucional estadounidense que finalmente triunfó, sigue siendo un clásico indiscutido del pensamiento político moderno. Sus páginas, publicadas bajo el pseudónimo de Publius por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, son una verdadera escuela de debate público y razonamiento constitucional.

¿Cuál es la historia del libro? Las 13 colonias que conformaban originalmente Estados Unidos conquistaron la independencia en 1776. En 1777 se dictan los “Artículos de Confederación”, que fungían como constitución política de la república federal, y que sólo entraron en plena vigencia en 1781. La Unión creada era extremadamente débil, y pronto comenzaron a volverse evidentes una serie de problemas que, de no ser atajados, llevarían casi por seguro al fraccionamiento de la unidad política. En 1787 doce delegados se reunieron en Filadelfia a discutir reformas a los artículos, pero terminaron escribiendo una nueva constitución. Rhode Island, a la Partido Comunista Chileno, no envió delegado. El texto resultante, que es la actual Constitución de Estados Unidos, menos algunas enmiendas, debía luego ser ratificado por 9 de los 13 estados para ser aprobado. Y esto llevó a Hamilton, Madison y Jay a coordinarse para escribir y publicar entre 1787 y 1788 una cantidad inhumana de artículos en los principales periódicos del país, buscando convencer a sus conciudadanos de la necesidad de aprobar el nuevo proyecto constitucional (al menos a los dos primeros, porque el aporte de Jay fue 5 artículos de 85).

El 21 de junio de 1788, finalmente, la constitución fue ratificada por el mínimo de 9 de 13 estados locales. Irónicamente, el Estado de Nueva York, en el que se concentraron los esfuerzos de Publius, no fue uno de los que votó a favor. El texto aprobado tiene un preámbulo y 7 artículos y, con 27 enmiendas, es hasta hoy el núcleo de la constitución estadounidense. Terminada la disputa política los artículos fueron compilados y revisados por sus autores. Y así nació “El Federalista”, cuya edición definitiva se alcanzó en 1818.

¿Qué son las constituciones? ¿Para qué sirven? ¿Cuál es la diferencia entre una república y una monarquía? ¿Los tres poderes del Estado republicano deben estar tajantemente separados, o equilibrados para evitar la dominación de uno sobre los demás? ¿Cómo someter al ejército al poder civil? ¿Sirve de algo declarar derechos en la Constitución, si no se proveen los medios para protegerlos? ¿Debe tener una o dos cámaras el Congreso? Estas y otras muchas preguntas son discutidas de manera inteligente a lo largo de los artículos de “El Federalista”.

La tarea no era fácil: Estados Unidos comenzó como una serie de colonias fundadas por minorías religiosas perseguidas en Inglaterra, por lo que su temor a cualquier poder central era enorme. Sin embargo, sin un poder central más o menos organizado y fuerte, lo más probable es que las colonias terminaran sucumbiendo a poderes extranjeros o combatiendo entre sí. La tensión fue máxima hasta el final, y sólo se superó mediante una intensa negociación política. Todo el mundo tuvo que ceder, y nadie quedó demasiado feliz con el resultado, partiendo por los tres autores, que defendieron a brazo partido una propuesta constitucional con la que no estaban completamente de acuerdo, por distintos motivos (Madison y Hamilton, sin ir más lejos, serán después mortales enemigos políticos). Esto podría darle una lección de grandeza republicana a quienes hoy piensan que la mejor constitución es sólo la que está hecha a su pinta, sin considerar que conviven con millones de personas que pueden no estar de acuerdo con ellos.

Los artículos parten por fijar un asunto y luego lo discuten desde distintos puntos de vista, haciéndose cargo lo mejor posible de las objeciones en su contra. De este modo, uno puede estar de acuerdo o no con las soluciones propuestas por sus autores, pero difícilmente no aprenderá a pensar constitucionalmente en ese proceso.

El libro, además, no se trata de una obra exclusivamente para abogados. Muy por el contrario, sus artículos, publicados originalmente en diarios de circulación pública, apelan al entendimiento de cualquier ciudadano. Su vocación es claramente democrática. Y su lectura nos recuerda que las instituciones en las que hoy estamos acostumbrados a vivir no son naturales ni se defienden solas. Las repúblicas democráticas, las libertades y derechos civiles garantizados, no eran lo común cuando este libro fue escrito, sino al revés. Y el brutal siglo XX nos demostró que, aunque ellas se hayan vuelto comunes, jamás pueden darse por seguras. “El Federalista” nos permite salir de la ilusión de obviedad que recubre nuestras instituciones, y observarlas, comprenderlas y valorarlas en toda su fragilidad e importancia. Incluyendo los partidos políticos, que los autores del libro desprecian como mera manifestación de intereses facciosos, pero que con el avanzar de la experiencia democrática se han mostrado como elementos centrales para la protección de la libertad republicana.

Todas estas virtudes nos llevaron a decidir en el Instituto de Estudios de la Sociedad que era razonable, dado el incipiente debate constitucional que se vivía en el país desde hace años, traducir esta monumental obra. Tal tarea cayó en mis manos y la primera versión de esta nueva traducción vio la luz hace casi un año. Ella fue animada por un esfuerzo consciente por tratar de hacer que la voz de Publius sonara lo más cercana posible a un ciudadano chileno del siglo XXI. Y, dado el proceso constitucional que recién comienza en nuestro país, creo muy necesario recomendar a cada ciudadano –pero especialmente a los representantes y a las personas con poder de decisión- la lectura de esta gran obra. Estoy convencido de que quien recorra con tiempo y con calma este extenso libro saldrá convertido de dicha experiencia. Leer dos o tres artículos diarios, de los 85 que componen la obra, debería tomar entre media y una hora diaria de lectura. También, por supuesto, pueden hacerse grupos de lectura para ir discutiendo, semana a semana, conjuntos de artículos, y analizando la realidad chilena a partir de las preguntas abordadas por el texto.

Un esfuerzo de ese tipo puede tomar un par de meses, pero la huella que deja en términos de formación ciudadana es indeleble, y sin duda prestará un gran servicio a un país que, lentamente y con fuertes dolores de parto, comienza a transitar desde una cultura política propia de consumidores privados a otra propia de ciudadanos democráticos. O que, al menos, aspira legítimamente a ello.