Reseña publicada el domingo 14 de abril de 2024 por El País Chile.

Sobre El último castor (Tusquets, 2024), de Daniel Campusano.

En El último castor, su cuarta novela, Daniel Campusano relata la historia de Amaro, un sociólogo que, en la medianía de su vida, no tiene norte alguno. Cesante, depresivo y viviendo en un departamento que le resulta demasiado caro, se escuda detrás de su sarcasmo para no hacer frente a una realidad que no le da muchos motivos para celebrar. En eso aparece Maya, amiga suya desde la infancia y actual diputada por el partido Igualdad Comunitaria, quien le arroja un salvavidas al invitarlo pasar unos días en Tierra del Fuego. Allí, luego de un trekking por los Dientes de Navarino, Maya le ofrece un trabajo recopilando información acerca del posible impacto que tendría en Puerto Williams la construcción de un instituto científico. El protagonista y narrador reparte su tiempo entre una investigación hecha con dudoso profesionalismo, un vagabundeo por la “ciudad más austral del mundo” —de los pocos reconocimientos que tiene ese rincón atrozmente provinciano— y la participación en “la agrupación”, un precario e incipiente movimiento ambientalista que se opone a la llegada de la industria salmonera a las prístinas aguas del Canal Beagle. 

La fauna austral que puebla la novela no está compuesta solamente por los castores del título, esos animales foráneos que, en ausencia de sus depredadores naturales de Norteamérica, se han convertido en plaga y causan estragos gigantescos en esos rincones del sur de Chile. La estadía de Amaro está condimentada también por un elenco de personajes secundarios que Campusano observa con ironía y cariño. Entre ellos destaca Olivia, cocinera en un lodge y ex monja, con quien el protagonista lentamente emprende una relación sentimental; Anselmo, el loco del pueblo que comparte sus teorías conspirativas con Amaro, y Carlota, la dueña del café del pueblo que termina, cómo no, siendo la fisgona oficial de la trama. La estadía del sociólogo en Puerto Williams es, como todo en un pueblo tan chico, un acontecimiento: desde la alcaldesa para abajo todos observan sus pasos con demasiada atención, y cada movimiento suyo provoca suspicacias y desconfianzas entre los lugareños y “los del norte”, o entre los ambientalistas y los defensores de la industria agropecuaria. Este último conflicto, además, muestra de qué manera las demandas de los santiaguinos no siempre hacen sentido a los locales, quienes ven en ella mejores sueldos y mejores horizontes de desarrollo. Para el narrador, sin embargo, nada parece ser demasiado importante, y las banderas por las cuales lucha cada grupo son poco más que una pantomima que él mira con distancia y apatía, aunque siempre con una pizca de humor bien dosificado. En medio de cualquiera de los mínimos conflictos que componen la trama, Amaro se pregunta por los castores, de los cuales todos hablan y cuyos efectos nocivos se notan a ojos vistas, pero que él apenas ha logrado vislumbrar rondando por ahí.

Aunque la novela de Campusano adolece de algunos problemas —un exceso de personajes secundarios poco relevantes e indistinguibles entre sí, o algunas incoherencias menores en la trama—, vuelve sobre ciertos elementos de su narrativa que bien valen la lectura: Amaro observa el mundo desde un afectuoso desencanto, una distancia que impide todo mesianismo o ganas de sentirse demasiado relevante. Tal como Antonio, protagonista de las dos novelas anteriores del autor, No me vayas a soltar y El sol tiene color papaya —un profesor de escuela que se arriesga en territorios marginales y tomados por el narco—, Amaro no se cree ningún cuento en El último castor. Aunque los amigos que encuentra en Puerto Williams se inflamen con discursos ambientalistas, se comprometan políticamente o se esfuercen por conectarse con la naturaleza, todo es considerado por Amaro con una displicencia que bordea la apatía, pero que termina siendo más que nada una aceptación realista del mundo en el que toca vivir.

Con esta nueva novela, la obra de Campusano sigue inscribiéndose en la senda de un minimalismo realista que lo emparenta con autores como Alejandro Zambra. La suya es una prosa sin pretensiones, cuyos protagonistas habitan un mundo reconociblemente contemporáneo —ambientada a comienzos del 2019, esta novela afortunadamente no intenta hacer épicas del estallido ni nada por el estilo— y donde cualquier posible crítica sociológica, como la que formula tímidamente a una clase política llena de amiguismos y de burócratas de medio pelo, se desliza rápidamente hacia el humor liviano antes que a una ácida sátira al estilo de Marcelo Mellado. En ese sentido, El último castor muestra a un sujeto algo desorientado que, en el proceso de buscarse a sí mismo, encuentra en los destellos de amistad y en las posibilidades del amor un mundo que, si bien ha perdido la épica, sí tiene razones suficientes para seguir adelante.