Este artículo, de Daniel Mansuy, fue publicado en septiembre de 2021, en el quinto número de la revista Punto y coma.

En su libro Mon dictionnaire du bullshit, el ensayista liberal Guy Sorman reveló que Michel Foucault pagaba a niños por sexo en Túnez, por allá por 1969. “Los violaba sobre las tumbas”; “no le importaba lo que les sucediera a las víctimas”; “quiso ignorar que ellos eran las víctimas de un viejo imperialista blanco; “él prefería creer en el libre consentimiento de sus pequeños esclavos” son algunas de las frases escritas por Sorman. Como puede verse, la revelación es violenta: en la era del Me too, ni Foucault parece estar a salvo. Con todo, cabe agregar que esta denuncia vino a sumarse a otras del mismo tenor que han sacudido últimamente a la intelligentsia francesa. En efecto, a principios del 2020 Vanessa Springora publicó Le consentement, narración en la que describe cómo —a sus trece años— fue seducida por un hombre de cincuenta. Ese hombre resultó ser Gabriel Matzneff, un célebre escritor parisino. Un año después, Camille Kouchner (hija del ex canciller Bernard Kouchner) cuenta —en La familia grande— como su hermano fue sistemáticamente abusado por su padrastro, Olivier Duhamel, destacado intelectual francés.

  Por cierto, no estamos frente a hechos aislados. El mismo Matzneff tiene textos en los que reconoce abiertamente la atracción que le producen los menores de edad y admite haber practicado turismo sexual con menores en Asia; textos, desde luego, alabados en su momento por la crítica. Circuló incluso una entrevista de Matzneff del año 1990, donde se le preguntaba acerca de su preferencia por menores. Su respuesta es muy ilustrativa: “prefiero en la vida gente que no se haya endurecido (…) Una niña muy, muy joven es más bien gentil”. Daniel Cohn-Bendit, el mítico líder juvenil de las revueltas parisinas, tiene escritos análogos. Todo esto deja en el observador una sensación extraña: hay una generación que quiso romper todos los límites y superar todos los tabúes, incluso en lo referido a la sexualidad infantil. Esos niños fueron víctimas de la ideología libertaria que profesaban sus padres y su entorno. Cual personajes de Houellebecq, experimentaban con los menores que los rodeaban. En el centro de esa ideología estaba Michel Foucault.

  De hecho, Matzneff intentó justificarse afirmando que debemos resituar los hechos “en la época”, pues “grandes escritores como Roland Barthes o Michel Foucault defendían que se bajara la edad de la mayoría sexual”. Cabe recordar que diversas peticiones reivindicando las relaciones sexuales con menores circularon en los años setenta, y entre los firmantes encontramos a todas las estrellas intelectuales de aquellos tiempos: Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Gilles Deleuze, André Glucksmann, Jean-François Lyotard, Jacques Rancière, Felix Guattari, Jack Lang —la lista podría seguir—. Y, claro, si los grandes intelectuales de la época abogaban en masa y públicamente por despenalizar la pedofilia, no debe extrañar demasiado que las prácticas fueran en la misma dirección. Naturalmente, la defensa de Matzneff no tuvo demasiado éxito: se abrieron procesos judiciales en su contra, algunas de sus obras fueron retiradas de circulación y su reputación se vino al suelo (algo parecido le sucedió a Olivier Duhamel).

  Con todo, el caso de Foucault fue distinto, y una notoria incomodidad recorrió la opinión ilustrada. Se trata del pensador sobre cuyas teorías se ha erigido buena parte de la vulgata posmoderna, que sospecha de cualquier forma de poder y tiende a ver opresión en todo vínculo social. ¿Cómo lidiar con una acusación de ese tipo? ¿Cómo explicar entonces que el gran denunciador se haya permitido prostituir a niños africanos? ¿No sería ese el máximo signo de violencia opresora? ¿Se trata solo de un problema personal de Foucault o hay también una cuestión teórica involucrada? A pesar de su relevancia, la verdad es que aquí no solo faltan las respuestas: estas preguntas no fueron ni siquiera formuladas. En los ambientes intelectuales primó, más bien, el silencio. Cuestionar a Foucault implica poner en duda algunas ideas demasiado arraigadas —casi diría: dogmas— de la cultura contemporánea. Más vale, entonces, mirar para el lado, y seguir utilizándolo como si nada hubiera ocurrido.

  Sin embargo, esta actitud no parece muy razonable. Lo que le ocurrió a cierta intelectualidad con la pedofilia es muy sintomático, y no deberíamos pasarlo por alto. En su momento, la liberación sexual infantil se integró a la perfección en la narrativa progresista: era una barrera más por superar. Dicha narrativa se sostiene en una especie de fe más o menos implícita, según la cual el futuro nos liberará de las rémoras del pasado (como las odiosas restricciones que pesan sobre la sexualidad infantil). Dado que se le atribuye una carga positiva al paso del tiempo, se supone que el horizonte es de pura liberación. Raymond Aron hablaba de religiones seculares al referirse a las ideologías del siglo XX, y el fenómeno que nos ocupa remite a la misma lógica. El proyecto consiste en liberarse de todas las ataduras y de todos los límites impuestos por ese pasado, convirtiendo la transgresión en norma. Es la cultura de la rebeldía que, paradójicamente, nos obliga a ser rebeldes. Tal era el fondo de la consigna “prohibido prohibir”. La libertad humana debía erigirse sobre el abismo del propio yo, pero nunca fundarse en tradiciones o normas impuestas por agentes externos. La sexualidad jugó en esto un papel fundamental, pues siempre fue vista como aquella dimensión de la vida humana que más emancipación requería, y no hemos salido aún completamente de ese ciclo. Todo merece ser explorado, intentado y experimentado. Foucault fue, a no dudarlo, una de las puntas de lanza de ese movimiento, y muchos de sus textos apuntan en esa dirección: hay que liberar al hombre de la tradición, hay que liberarlo de las asfixiantes relaciones de poder, hay que liberarlo de toda moralidad. El programa había sido sugerido por Nietzsche, pero fueron los filósofos franceses marcados por 1968 los encargados de masificarlo y echarlo a andar.

  En ese contexto deben ser leídas las reflexiones de Foucault sobre la sexualidad en menores de edad. Lo curioso es que el pensador francés nunca parece haber advertido los peligros de su propia actitud; o, mejor aún, las contradicciones en las que él mismo incurría. En un diálogo de 1977, Foucault llega a decir que “desde el momento en que el niño no se niega, no hay ninguna razón de sancionar lo que sea”. Nótese bien: en las relaciones sexuales con niños, solo vale el consentimiento. Foucault ignora, desde luego, aquello que Vanessa Springora retrata tan bien en su propio libro: no solo ignoramos en qué consiste exactamente el consentimiento de un niño, sino que, además, sí sabemos cuán manipulable puede ser su incipiente voluntad. En otras palabras, no podemos tratar al niño como un igual precisamente porque la relación es asimétrica. Foucault sabe esto último mejor que nadie y sus trabajos son acaso la investigación más profunda que se haya realizado en torno a las relaciones ocultas de poder. Éste oprime precisamente allí donde no se ve, donde no se percibe, donde no está a la luz del día. Todo su trabajo puede ser leído como una búsqueda de esos mecanismos invisibles de poder que rodean la vida humana. Foucault sospecha de todo vínculo humano, pues cree ver en ellos opresiones más o menos disimuladas. No obstante, cuando se trata de niños —de niños tunecinos— Foucault decide no ver esa realidad que tanto le obsesionó durante toda su vida. No hay nada más difícil que el consentimiento, y por eso Hobbes intenta incluso negar que allí haya un problema: si ponemos en duda el consentimiento, arguye, ningún contrato sería válido. Ese pasaje de Foucault es plenamente convergente con Hobbes y con toda la tradición más radical del (neo)liberalismo: allí donde hay consentimiento, no cabe ninguna pregunta relevante sobre la justicia. 

  Para intentar explicar todo esto, es imposible no remitir a la vida de Foucault. Como bien ha explicado James Miller, el autor de su mejor biografía (La pasión de Michel Foucault), en el autor francés es imposible separar la teoría de su experiencia, porque forman parte de un mismo proyecto. Foucault quiere explorar los límites de lo humano, y esa exploración es vital e intelectual a la vez. En virtud de lo anterior, Miller dice no haberse sorprendido por las revelaciones de Sorman: Foucault nunca aspiró a ningún tipo de pureza moral, ni nada semejante. Con todo, el problema subsiste. ¿Por qué no detectar en la propia conducta aquello que con tanta fuerza se denunciaba en otros? Llegados hasta acá, nos encontramos inevitablemente con los vacíos del esquema intelectual de Foucault. No solo porque desconfía de todo y de todos salvo de sí mismo, sino también porque el hecho —un profesor francés que le paga a niños por sexo en Túnez el año 1969— muestra bien que ciertas normas culturales protegen más que oprimen. No toda institución es dominación, sino que esos niños (los tunecinos, los asiáticos, los hijos de la intelligentia francesa) necesitan ser protegidos por las reglas que tanto empeño se ha puesto en abolir. Las restricciones culturales y legales que rodean la sexualidad infantil no constituyen opresión, sino todo lo contrario. 

No se trata de tirar por la borda toda la obra de Foucault —el hombre es talentoso y percibe fenómenos con suma originalidad— pero sí es hora de tomarlo con más distancia. Si toda relación humana es dominación, entonces ninguna lo es, y quizás allí reside el enorme punto ciego que le permitió convertirse en la peor versión del opresor occidental. No hay nada en Foucault que merezca ser erigido en dogma, porque lo suyo es una búsqueda más que la construcción de un sistema. Por otro lado, el puritanismo contemporáneo que azota nuestro debate público constituye una reacción simétrica esa liberación extrema, pero lo que llama la atención es que ese discurso siga recurriendo a las categorías de Foucault para justificar sus posiciones. Hay allí una paradoja que, me temo, no hemos terminado de comprender.

  Ahora bien, interrogar radicalmente la defensa de la pedofilia, y no solo los casos denunciados, obligaría a cuestionar radicalmente tanto la obra misma de Foucault como la fe progresista que la inspira. Su caso muestra bien que no basta con tener la certeza de estar en el lado correcto de la historia para efectivamente estarlo; o, dicho de otro modo: hay progresismos que terminan muy mal. Esa generación creyó estar liberando a la humanidad de las cargas del pasado —y habría tachado de retrógrado integrista a quien osara cuestionarlos— pero, en el fondo, estaba reforzando una opresión particularmente perversa. Hoy salen a la luz las tragedias personales vinculadas a esa fe, y ellas deberían llamarnos a reflexionar sobre los límites de la creencia en el progreso. Eso implica recuperar la contingencia de la reflexión —nos podemos equivocar, no conocemos el futuro— y cierta humildad a la hora de discutir. Sin embargo, nadie renuncia con facilidad a su credo. Tal, me parece, es el trasfondo del (relativo e incómodo) silencio que ha rodeado al caso Foucault.

Daniel Mansuy H. es doctor en ciencia política por la Universidad de Rennes (Francia). Es profesor de filosofía de la Universidad de los Andes (Chile), donde dirige el centro Signos, e investigador senior del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES). Es autor de varios libros, entre los que destacan Nos fuimos quedando en silencio. La agonía del Chile de la transición (IES-Tajamar, 2020) y, en coautoría con Matías Petersen, F. A. Hayek. Dos ensayos sobre economía y moral (IES, 2017).