Artículo publicado en la revista IES Punto y coma.

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“A los grandes pintores del pasado se les consideraba tales cuando habían desarrollado una visión del mundo a la vez coherente e innovadora, lo cual significaba que pintaban siempre de la misma manera, que utilizaban siempre el mismo método, los mismos procedimientos para transformar los objetos del mundo en objetos pictóricos”[1]. La frase, aunque dicha por uno de los personajes de El mapa y el territorio —quizá la novela más celebrada de Michel Houellebecq—, puede aplicarse a la generalidad de la obra del francés. Serotonina (Anagrama, 2019) no es la excepción. En efecto, ella nos presenta una repetición de tópicos ya manidos, partiendo por sus personajes decadentes y miserables, algo repulsivos en su nihilismo cada vez más patente. Sin embargo, también puede leerse en esta obra la consolidación de una visión crítica y descarnada de la sociedad contemporánea; una mirada que, recurriendo al mismo procedimiento, ausculta desde el arte un mundo que se cae a pedazos y que parece incapaz de mirarse a sí mismo.

Houellebecq es un fenómeno para el periodismo cultural. Irreverente, sarcástico e iconoclasta, cada nuevo libro suyo genera un enorme revuelo mediático en Europa y el resto del mundo. Su penúltima novela, Sumisión (2015), en la que imagina una Francia gobernada por su primer presidente islámico, fue publicada casi al mismo tiempo del atentado terrorista al semanario Charlie Hebdo. No faltaron quienes vieron en el novelista a una especie de profeta. Pero independientemente de la anécdota, no cabe duda de que se trata de un agudo observador de su siglo. Sus ficciones, aunque tal vez demasiado desesperanzadas e incómodas, sintonizan con agudeza los puntos ciegos de nuestra modernidad (o, al menos, de la modernidad de los capitalismos avanzados). Leemos sobre personajes solitarios y escépticos, que gozan de economías holgadas sin encontrar en ellas ninguna satisfacción, para quienes la sexualidad, el ocio y los vínculos familiares no son más que un reflejo de sus frustraciones. Abunda, a fin de cuentas, el vacío; de ahí la desorientación e incapacidad de sus personajes para dirigir la vida hacia alguna parte.

Pero Serotonina, aunque vuelve sobre pasos ya conocidos, no es la mejor muestra de su narrativa. En esta ocasión el protagonista es Florent-Claude Labrouste, un agrónomo parisino que rompe voluntariamente con los pocos y últimos lazos que lo mantenían vinculado a otros, desapareciendo voluntariamente de su círculo social. Renuncia a su trabajo en el Ministerio de Agronomía, cierra todas las cuentas de su banco habitual y se muda del lujoso departamento que arrienda a orillas del Sena, aunque sin avisarle a su pareja (Yuzu, una japonesa adicta al sexo y a los productos de belleza), abandonando todo aquello que, de cierta manera, le daba un lugar. Lo único que mantiene es la visita recurrente al doctor Azote, un médico mediocre e indiferente que le receta su dosis habitual de antidepresivo que lo mantiene a flote día a día.

Florent relata cómo su vida llegó a ser un callejón sin salida ni sentido. Hijo de una familia de propietarios rurales, profesional con grado universitario y con una que otra pareja estable —con quienes, además, pudo haber formado una familia—, acumula sin embargo un historial de malas decisiones. El lector de Serotonina se asoma al final del camino: un hombre solitario que repasa los años en que las cosas parecían andar bien. Pero en una historia personal donde se eligieron las alternativas equivocadas, es difícil encontrar el sentido para el presente. El recorrido de Florent a su propia historia, no obstante, está lejos de la nostalgia o del recuerdo desde el cual pueda definir su personalidad y su historia. Por el contrario: “los recuerdos [afluyen] sin parar, no es el futuro sino el pasado el que te mata, el que te vuelve, el que te atormenta y socava y acaba efectivamente contigo”[2].

La desaparición voluntaria a la que se somete tampoco significa una liberación. Termina siendo un hombre en crisis, sin demasiadas necesidades materiales, pero también carente de vínculos, planes e intereses. Totalmente decepcionado, y según sus propias palabras, es un personaje “desprovisto en el fondo tanto de razones para vivir como para morir”[3]. La atmósfera en la que se mueve Florent no tiene un ápice de épica. Las relaciones sociales, por ejemplo, están condenadas al fracaso: sean las amistades de la universidad o los encuentros fortuitos del amor, toda relación termina en el engaño, la desilusión o la muerte. Más drástico todavía es su diagnóstico sobre la situación política: lo público está comandado por unas burocracias europeas que tienen en crisis a la economía por sus excesivas regulaciones y escasa innovación. Por otro, y más grave aún, la política eurocéntrica ha destruido las comunidades rurales, que ven impuestas desde fuera reglas muy poco relacionadas con sus prácticas cotidianas y causantes de la desaparición de un estilo de vida que, desde su arraigo en el pasado, da (o daba) sentido al presente.

Ahora bien, a ratos pareciera existir en Florent una posibilidad de redención. Ahí están las relaciones que tuvo con Kate al comenzar la universidad, o con Camille algunos años después. Con ambas mujeres Florent fue feliz, tanto que incluso llegó a imaginar un futuro posible con ellas. La relación inesperada con Camille, una practicante de agronomía algo menor que él y a quien conoce mientras vive en Clécy, en la zona de Baja Normandía, viene a iluminar su vida en el campo. Se enamoraron rápida y profundamente, y Florent llega a decir, varios años después: “Yo era feliz, nunca había sido tan feliz y nunca volvería a serlo tanto; sin embargo, no olvidaba en ningún momento el carácter efímero de la situación. (…) Podría haberle propuesto que dejara sus estudios, que se convirtiera en ama de casa, o sea, que fuese mi mujer, y con la distancia cuando pienso en ello (y pienso en ello continuamente), creo que ella hubiera dicho que sí (…) pero una vez más no hice nada, no dije nada, dejé que los acontecimientos siguieran su curso”[4]. Apatía, inacción o desidia; sea lo que sea, el protagonista no es capaz de aprovechar esta ni ninguna otra de las oportunidades que pasaron frente a sus ojos.

Ante tal situación, el narrador de Serotonina encuentra su mayor consuelo en sus antidepresivos de última generación, Captorix. Estos, al mismo tiempo de permitirle integrarse a los ritos de la sociedad, tienen por contracara la triste mezcla de náuseas, impotencia y desaparición de la libido. Las pastillas, sin embargo, no son su único vicio. También es un fumador que busca sin éxito un lugar donde pueda dar rienda suelta a su adicción. Las regulaciones impuestas por esa burocracia anónima han llegado a todos los rincones donde se mueve un burgués parisino en busca de ocio y descanso, y ya ningún hotel permite fumar en sus dependencias. En sus frustrantes vacaciones con Yuzu, su última novia, y, luego, en su desaparición voluntaria, Florent ve cómo se restringen sus espacios de libertad para algo tan trivial como fumarse un cigarrillo.

Con el paso del tiempo y de las páginas, el callejón de la soledad y sinsentido se va estrechando. Florent anticipa lo inexorable de su desdicha: “acabaré mi vida desdichado, gruñón y solo, y lo habré merecido”[5]. Y esa predicción tiene algo de profecía autocumplida. Él sería capaz de evaluar de manera diferente su vida si hubiese sido capaz de mirar fuera de sí, de haber logrado hacer feliz a otro. Sin embargo, se da cuenta de que su vida es un rotundo fracaso: “si al menos hubiera podido mostrar un éxito personal, si hubiera logrado hacer feliz a una mujer o por lo menos a un animal, pero ni eso”[6].

Florent-Claude Labrouste pareciera ser intercambiable con otros protagonistas de Houellebecq. A estas alturas ya casi presenciamos un arquetipo novelesco burgués, un hombre en la crisis de la mediana edad que debe padecer los males de la modernidad para poder comprenderlos. En una novela anterior, haciendo una crítica feroz al individualismo, el narrador decía: “Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage, la pareja y la familia eran el último islote del comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de esas comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del mercado. Este proceso de destrucción continúa en la actualidad”[7]. Da igual si la crítica la elabora Bruno, un profesor de literatura que visita resorts donde abundan el sexo libre y las filosofías orientales pasadas por agua; Jed, el artista obsesionado con retratar el trabajo humano; o Florent, el desaparecido voluntario cuya mayor preocupación parece ser la disponibilidad de muchas variedades de hummus. En todos sus personajes, Houellebecq ensaya un crudo retrato del proyecto moderno, muestra sus fracturas y se cuela por sus intersticios más brutales.

En Serotonina, una vez más, el problema es el individualismo desde el que se construye la sociedad actual. El consumo, el placer o la tecnología son elementos que tensionan lazos que las instituciones o las estructuras que ha desarrollado el mundo moderno no son capaces de mantener por sí mismas. Esta, como señalé, no es ni la mejor ni la más original de las novelas de Houellebecq. No tiene la belleza ni los giros literarios de El mapa y el territorio, ni la brutalidad crítica de Las partículas elementales. Sin embargo, es otra pieza del puzle donde el novelista francés dibuja sin misericordia una sociedad que se pudre de a poco. Los brillos de la tecnología o las perfectas cápsulas de los antidepresivos no logran esconder esas heridas que expelen pus, huelen mal y descorazonan a cualquier observador sensible. Es difícil creer que la obra de Houellebecq proponga algún cambio de dirección —“el arte no puede cambiar la vida. En cualquier caso, no la mía”[8], dice un personaje de Plataforma—. Sin embargo, si alguna invitación hace, por más que no lo pretenda, es justamente a cambiar de rumbo. Al menos si no queremos seguir cayendo por el vacío.

Joaquín Castillo es licenciado y magíster en Letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde actualmente estudia el Doctorado en Literatura. Es subdirector del Instituto de Estudios de la Sociedad.

[1] Michel Houellebecq, El mapa y el territorio, Compactos (Barcelona: Anagrama, 2013), 33–34.

[2] Houellebecq, 226.

[3] Houellebecq, 72.

[4] Houellebecq, 141–42.

[5] Houellebecq, 84.

[6] Houellebecq, 202.

[7] Michel Houellebecq, Las partículas elementales, Compactos (Barcelona: Anagrama, 2012), 116.

[8] Michel Houellebecq, Plataforma, Compactos (Barcelona: Anagrama, 2014), 22.