Artículo de Juan Ignacio Brito para la revista IES Punto y coma.

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Bill Clinton tenía una sola idea en mente cuando, el 8 de marzo de 2000, subió al estrado de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados (SAIS) de la Universidad Johns Hopkins, en Washington D.C.: necesitaba convencer al Congreso de que aprobara la Ley de Comercio con China. El mandatario norteamericano había vivido un agitado segundo período presidencial y deseaba terminar su gestión en alto. Derribar los obstáculos para la plena incorporación de la emergente potencia asiática a la economía global pondría un broche de oro a una administración que en 1994 había echado a andar el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (Nafta), en 1995 había impulsado el nacimiento de la Organización Mundial de Comercio, y a lo largo de ocho años de expansión económica había visto consolidarse la globalización a través del auge del libre mercado, la explosión de internet y el boom de las empresas puntocom.

Esa tarde en SAIS, Clinton quiso persuadir a la audiencia recurriendo a un argumento típico de la época: “China no está simplemente accediendo a importar más de nuestros productos; está accediendo a importar uno de los valores más preciados de la democracia: la libertad económica. Cuando los individuos tengan el poder no solo de soñar, sino de hacer realidad sus sueños, van a demandar una voz más fuerte en la toma de decisiones”, dijo el presidente. El propósito no era solo abrir mercados, sino atraer un socio clave al orden internacional liberal. Años más tarde, en sus memorias, Clinton escribiría que el ingreso de Beijing a la OMC pretendía “continuar la integración de China a la economía global y aumentar tanto su aceptación de las reglas internacionales como su disposición para cooperar con Estados Unidos y otras naciones en un amplio espectro de temas”[1]. El mandatario norteamericano estaba utilizando lo que Thomas J. Wright, investigador del Brookings Institution de la Universidad de Stanford, califica como “el más poderoso instrumento de política exterior de las décadas de 1990 y 2000”: la idea de que “a medida que los países abrazan la globalización, se convertirían en miembros más ‘responsables’ del orden internacional y, con el tiempo, avanzarían hacia la liberalización doméstica”[2].

Menos de dos décadas después, parece increíble que esa noción, tan extendida entonces, encuentre ahora escasos defensores. La promoción de la democracia, la expansión del libre mercado global y la cooperación internacional bajo el liderazgo norteamericano que promovieron Bill Clinton, George W. Bush y, en menor medida, Barack Obama, se encuentra hoy cuestionada y contra las cuerdas. “Vemos que la arquitectura que apuntala al mundo como lo conocemos es un rompecabezas que se ha roto en pequeños pedazos”, reconoció en febrero Angela Merkel, la canciller alemana que va de salida y cuyo liderazgo es un símbolo del sistema que se extingue. Hoy cede terreno el orden liberal en el que Merkel brilló y se sintió cómoda. Ganan espacio e influencia, en cambio, políticos populistas —incluso declarados iliberales, como el premier húngaro Viktor Orban—, el interés nacional autoconcebido como realista y el nacionalismo. Ellos emergen por doquier, amparados en realidades ineludibles que han sido ignoradas durante demasiado tiempo por las élites. Estas apostaron por un triunfo definitivo del capitalismo, la democracia y el orden liberal, pero hoy se encuentran de bruces con que, en lugar de haber llegado a su fin, la historia vuelve con ánimo de revancha, en la forma de una configuración geopolítica distinta.

Como siempre, el ocaso de un paradigma es el amanecer de su reemplazante. El nuevo orden que despunta ofrece un panorama distinto al que hemos presenciado durante las últimas tres décadas y al que soñaba Bill Clinton en el año 2000. Ahora el poder se encuentra cada vez más repartido entre distintas potencias que defienden sus intereses de manera egoísta; un modelo donde los conflictos y el riesgo se encuentran a la vuelta de la esquina y en el cual la cooperación se hace más difícil, pues Estados Unidos ya no parece dispuesto a regular un sistema en el cual, como sostiene Robert Kagan, “la jungla vuelve a crecer”[3].

Del auge a la decadencia

Fue una paradoja que le correspondiera a Woodrow Wilson desempeñar un rol central en el primer intento por forjar el orden internacional liberal. Wilson tenía nulos conocimientos de relaciones internacionales, al punto que poco después de su primera inauguración en 1913, le había confesado a un amigo que “sería la ironía del destino que mi administración tuviera que lidiar principalmente con cuestiones de política exterior”. No obstante, pese a sus deseos, el estallido de la Primera Guerra Mundial en Europa terminó involucrando a Estados Unidos y su presidente en el conflicto, con el objetivo “de hacer al mundo seguro para la democracia” y de “pelear la guerra para terminar todas las guerras”, como le dijo Wilson al Congreso el 2 de abril de 1917, fecha en que pidió autorización para abrir hostilidades contra el Imperio Alemán.

Una vez concluida la guerra, Wilson tuvo un papel protagónico en el fomento de la autodeterminación de los pueblos, para instalar democracias allí donde habían imperado monarcas absolutos, y en la creación de la Sociedad de las Naciones, el ente multilateral que pretendía regular las relaciones entre estados y establecer un régimen de seguridad colectiva bajo la tutela norteamericana. El experimento fracasó: Wilson obtuvo la Sociedad de las Naciones al precio de sembrar la semilla de un nuevo conflicto. Cedió ante las ambiciones de Francia y Gran Bretaña, que hipotecaron el futuro de Alemania con elevadísimas compensaciones de guerra, pero no logró convencer al Senado para que Estados Unidos ingresara al organismo y sufrió un accidente vascular que lo dejó postrado y paralizó su gobierno. La debilidad de las democracias, el surgimiento de los fascismos y del comunismo bolchevique en Europa, y el auge militarista japonés, junto con la severa crisis económica provocada por la Gran Depresión, crearon las condiciones para una nueva conflagración global que involucró a Estados Unidos en una masacre de alcance global.

El triunfo en 1945 dejó a Washington en una posición única. Al concluir la guerra, contaba con las fuerzas armadas más poderosas, el monopolio del arma nuclear, un aparato productivo en pleno funcionamiento, un territorio intacto y un número menor de bajas comparado con las otras potencias que participaron en el conflicto. Aunque tuvieron que vencer algún grado de resistencia interna, los principales líderes norteamericanos estaban convencidos de que involucrar al país en el escenario internacional era necesario e inevitable. Como decía Averrell Harriman, embajador en Moscú, en 1945 ya no era posible aprovechar la geografía para volver a encerrarse a “ir a ver películas y tomar Coca Cola”. La guerra había demostrado que la existencia de potencias dominantes en Asia y Europa constituía una amenaza para el interés nacional norteamericano. Ahora Estados Unidos estaba obligado a dejar de lado su tradición aislacionista y tendría que involucrarse activamente en los asuntos del mundo.

La pregunta era cómo hacerlo. Los “hombres sabios” que, según Isaacson y Thomas, diseñaron el nuevo esquema, se inclinaron por una estrategia de hegemonía liberal para dar forma “a un nuevo orden mundial que comprometió a una nación que antes se mostraba reticente, a defender la libertad dondequiera que esta buscara florecer”[4]. Estados Unidos usaría su enorme poder y su posición como “locomotora a la cabeza de la humanidad” (la imagen pertenece al secretario de Estado Dean Acheson) para crear un ambiente en el que Washington defendería sus intereses, alineándolos con los de un orden internacional liberal cuya principal motivación sería evitar que volvieran a darse las condiciones económicas y geopolíticas que permitieron el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Ello suponía fomentar la integración entre las potencias afines, promover la democracia y el libre mercado y ejercer una hegemonía benigna.

No siempre Estados Unidos fue fiel a esos objetivos. Muchas veces, la lógica de la Guerra Fría hizo que Washington apoyara a dictadores que combatían a la Unión Soviética. Entre 1945 y 1991, el alcance del orden internacional liberal se vio constreñido a América del Norte, Europa Occidental y Japón. Aun así, consiguió logros importantes, como transformar a este último y a Alemania Federal en democracias comprometidas con la paz, y convertir a Occidente en una potencia económica que dejó muy atrás a los socialismos reales.

Fue el derrumbe de la URSS el que permitió a Estados Unidos desplegar a escala planetaria la estrategia definida después de la Segunda Guerra Mundial. Extinguida la amenaza soviética, el campo quedó libre para la tercera ola democratizadora descrita por Samuel Huntington, la expansión global del libre mercado y la consolidación de lo que Charles Krauthammer definió como “el momento unipolar” de Estados Unidos. Una marea de optimismo hizo soñar a los liberales que su triunfo era definitivo. “Mirando el mundo a fines del siglo XX, uno podía sentirse excusado por pensar que la historia se estaba moviendo en una dirección progresista y liberal”[5], señala John Ikenberry. En un famoso ensayo cuya tesis luego amplió en un libro, Francis Fukuyama sostuvo que la democracia y el capitalismo habían vencido a los fascismos, al marxismo y a los autoritarismos de derecha y que, por lo tanto, la lucha dialéctica que había enfrentado a la idea liberal con sus adversarios a lo largo de la historia había concluido. Lo único que podría amenazar al pacífico y victorioso orden liberal, según Fukuyama, era el surgimiento del aburrido y vacuo “último hombre” descrito por Friedrich Nietzsche.

Todos somos liberales

De cara al escenario geopolítico de la unipolaridad, Estados Unidos debió preguntarse cómo debía desplegar su política exterior bajo las nuevas condiciones. Podía definir su interés nacional de manera restrictiva, limitando las intervenciones externas a aquellas situaciones que significaran una verdadera o potencial amenaza para su seguridad, reduciendo de esa manera sus compromisos políticos y militares globales y actuando como un “país normal”. O, por el contrario, podía hacer una interpretación amplia de su interés nacional, vinculándolo con la expansión de la democracia y el libre mercado, lo cual lo obligaría a mantener o ampliar su vasta presencia militar y actuar como guardián de los principios liberales, bajo la creencia de que la mejor manera de garantizar su seguridad era conseguir que el mundo se pareciera a Estados Unidos. La decisión fue clara: desde el gobierno de George H. W. Bush en adelante, escribe Stephen M. Walt, “los líderes norteamericanos optaron por la hegemonía liberal porque la comunidad de política exterior creyó que promover los valores liberales resulta esencial para la seguridad de EEUU y fácil de llevar a cabo”[6]. En ausencia de rivales relevantes, Washington perseguiría lo que John Mearsheimer define como el propósito de la estrategia de hegemonía liberal de Estados Unidos: “convertir la mayor cantidad posible de países en democracias liberales como él, mientras promueve también una economía internacional abierta y se construyen instituciones internacionales”[7].

La idea de un orden internacional liberal descansa sobre algunas nociones que son compartidas, desde la izquierda progresista liderada por Barack Obama hasta los neoconservadores que apoyaron a George W. Bush, por toda la élite vinculada al diseño de la política exterior estadounidense. Según Walt, estas ideas son la teoría de la paz democrática, según la cual las democracias están naturalmente inclinadas hacia la cooperación y no van a la  guerra entre ellas; el liberalismo económico, que promueve la apertura, el libre comercio, el tránsito sin cortapisas del capital y la mano de obra —la globalización económica, en definitiva— como mecanismos para generar crecimiento e interdependencia para la paz; y el institucionalismo liberal, que postula el fortalecimiento de regímenes internacionales como la OMC, la OTAN, la Unión Europea o la Carta Democrática de la OEA, con el propósito de tejer un entramado de reglas que minimice las probabilidades de conflicto y reafirme los principios de la democracia y el libre mercado.

Sin embargo, todo lo anterior choca con una realidad que el triunfalismo estadounidense no fue capaz de ver: el orden internacional liberal no es una creación de la naturaleza, sino del hombre. Para alcanzar sus objetivos requiere la existencia de una potencia hegemónica con vocación universal que esté en condiciones de gestionarlo. En 1993, el secretario de Estado Warren Christopher reconocía ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado que “el nuevo mundo que buscamos no emergerá por su cuenta. Debemos darle forma a la transformación que está en marcha”. Debido a razones históricas y motivaciones de poder, los norteamericanos se sentían especialmente llamados para cumplir dicha tarea. Lo dijo la secretaria de Estado Madeleine Albright en 1998, al señalar que “somos la nación indispensable que permanece de pie y mira más lejos hacia el futuro que los otros países”. Palabras similares fueron pronunciadas por Barack Obama en su discurso sobre el Estado de la Unión en 2012, cuando afirmó que “Estados Unidos continúa siendo la única nación indispensable en los asuntos mundiales”.

Desde la propuesta del nuevo orden mundial lanzada por George H. W. Bush en 1990 hasta el apoyo de Obama a los movimientos de protesta durante la “primavera árabe” en 2011, pasando por la estrategia de ampliación de la democracia consagrada en la “doctrina Clinton” en 1993 y la visión de George W. Bush de crear en Irak “la primera democracia árabe”, Estados Unidos se comprometió a consagrar la creación de un orden liberal donde imperaran la integración y la paz. Sus esfuerzos no se limitaron a la dimensión política. La “nación indispensable” también desplegó su capacidad militar y económica: combatió guerras y envió tropas a distintos lugares del planeta, mientras promovía el llamado Consenso de Washington y la apertura de mercados, firmaba acuerdos de libre comercio y financiaba paquetes de rescate para México y las economías asiáticas en momentos de crisis.

Fisuras en el edificio

Los ataques terroristas de 2001, junto con las guerras en Irak y Afganistán, y el crash financiero de 2008, fueron golpes muy duros para la confianza de los ciudadanos de Estados Unidos y otros lugares en la receta liberal. El consenso se resquebrajó y el optimismo de los 90 y los 2000 fue reemplazado por un sombrío realismo, pues quedó claro que el proyecto tenía fronteras muy palpables. Mientras a nivel interno en distintos países surgieron liderazgos populistas y movimientos nacionalistas, en el ámbito internacional el orden liberal también comenzó a desnudar sus limitaciones.

El principal problema fue que el promotor del orden liberal empezó a perder la convicción de que debía continuar jugando el rol excepcional que este le demandaba. Bajo la presidencia de Barack Obama aparecieron las primeras señales en ese sentido. En 2011, un funcionario de la Casa Blanca señaló, a propósito de la participación norteamericana en la ofensiva militar de la OTAN que respaldó a los rebeldes que derrocaron y asesinaron al jerarca libio Muammar Gadafi, que Estados Unidos “lideraba desde atrás”. La frase terminó siendo una metáfora de la forma en que Obama condujo la política exterior de EEUU, una mezcla incoherente de excepcionalismo y realismo que optó por mantener, pero reduciéndola, la presencia militar en Irak y Afganistán; que promovía la democracia, pero llegaba a acuerdos con Irán y Cuba; y que, luego de haber aplaudido la primavera árabe, apoyó el golpe militar en Egipto y la instalación allí de una dictadura que atropella los derechos humanos. Según Bret Stephens, con Obama Estados Unidos se puso “en retirada”. Stephensseñala que a partir de la administración del presidente demócrata volvieron a enfrentarse una vez más neoaislacionistas e internacionalistas, en la reedición de un debate que ha dividido a los norteamericanos durante 240 años de vida independiente. En esta ocasión, los primeros tenían la mano ganadora. “De vez en cuando, nos vemos tentados de volver a nuestra ciudad imaginaria, cerrar la puerta y dejar que los otros se las arreglen por su cuenta”[8].

No cabe duda dónde se ubica Donald Trump en ese debate. Su arribo a la Casa Blanca confirmó la pérdida de convicción norteamericana respecto del orden internacional liberal y la distancia con la élite que lo diseñó e implementó. Trump puso como prioridad la reconstrucción del poder norteamericano, revigorizando a los ciudadanos largamente postergados y restringiendo los compromisos externos del país. El cumplimiento de sus promesas de poner a “Estados Unidos primero” y de “hacer a América grande de nuevo” pasa por excluir a la superpotencia de los Acuerdos de París y del Tratado TransPacífico, exigir a sus socios de la OTAN un mayor compromiso para su defensa, disminuir el flujo de inmigrantes desde México, acercarse a Israel y Arabia Saudita, revocar el acuerdo nuclear con Irán, enfrentar a China, restringir el libre comercio cuando el interés nacional lo aconseje, expandir el gasto militar, abandonar acuerdos de desarme nuclear, mostrarse hostil a Cuba, retirar las tropas de Siria y, en general, hacer que Estados Unidos siga un curso más cercano a la defensa y promoción de su interés nacional concebido de manera restrictiva, lejano a la gran estrategia liberal que ese país persiguió por décadas.

El predominio unipolar de Washington llevó a la creencia liberal de que el conflicto internacional había sido domado para siempre y que la verdadera competencia se había trasladado desde la política a la economía. O sea, desde un juego de suma cero a uno donde todos ganan y caminan unidos hacia el progreso. Pero, como sostiene Walter Russell Mead, en realidad se trató solo de un “hiato histórico” que “ahora ha llegado a su término”[9]. Una vez más, la noción liberal del avance irrefrenable hacia el progreso ha resultado ser un mito, una idea nacida del deseo, no de la observación atenta de la realidad y la experiencia. El voluntarismo detrás del proyecto liberal llevó a sus promotores a creer que una superpotencia democrática y capitalista como Estados Unidos sería capaz de derrotar a la historia y podría rediseñar el orden internacional a su imagen y semejanza. Pero ahora el hibris liberal se ha topado de frente con una realidad que contradice sus aspiraciones.

El problema para los liberales es que confundieron una configuración de poder unipolar con un cambio esencial de la naturaleza del hombre y el orden internacional. Lo que ocurrió después de la Guerra Fría no fue que el ser humano evolucionó y dejó de lado las tendencias oscuras, egoístas y destructivas que muchas veces habitan en el fondo de su alma; tampoco fue que se extinguió la tendencia anárquica propia del sistema internacional. Lo que sucedió, simplemente, fue que el poder global pasó a manos de una superpotencia única con vocación universalista liberal. Ahora que la unipolaridad se extingue y Estados Unidos no muestra la inclinación liberal de antaño, las fuerzas dormidas vuelven a despertar.  

La importancia de la estructura

El gran teórico de las relaciones internacionales Kenneth Waltz (1924-2013) pasó su vida tratando de demostrar cómo las distintas estructuras de poder afectaban el comportamiento de los actores en la escena global. Según Waltz, la distribución unipolar del poder supone la configuración más estable que se puede concebir. En ella reina la paz, porque nadie está en situación de desafiar a la superpotencia única, que impone a su antojo las reglas de convivencia.

Eso fue lo que ocurrió inmediatamente después del fin de la Guerra Fría: Estados Unidos quedó solo al timón y se vio por fin en condiciones de impulsar sin cortapisas el proyecto del orden liberal soñado por Wilson y concebido por los “hombres sabios” en 1945. Si se miran las cosas desde la perspectiva propuesta por Waltz, se llega a una conclusión muy distinta a la que han alcanzado los tribunos liberales en las últimas décadas: la “paz larga” —el término pertenece al historiador John Lewis Gaddis— que ha experimentado el mundo a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial no respondió al triunfo definitivo de la razón (como propone Steven Pinker en su libro En defensa de la ilustración) ni al avance irrefrenable de la humanidad hacia la democracia y el capitalismo (como sugirió Francis Fukuyama en El fin de la historia y el último hombre), sino a que el poder estuvo distribuido en el sistema internacional en sus dos configuraciones más estables: la bipolaridad durante la guerra fría y la unipolaridad luego de la caída del muro.

Ahora que la hegemonía norteamericana pierde fuerza y se diluye la unipolaridad, el sistema internacional vuelve a mostrarse como lo que siempre ha sido: un sitio difícil donde los Estados entienden que resulta esencial acumular poder para garantizar su subsistencia. Mead explica que “el mundo ha entrado en una nueva, complicada y peligrosa era de competencia nacionalista”[10].

Dicho rápido y simple: las cosas han vuelto a la normalidad.

Lo riesgoso es que el escenario estratégico que despunta amenaza con una configuración inestable: la multipolaridad. Por todas partes, actores que tenían un rol de reparto buscan un papel protagónico que les permita definir su destino. China es el mejor ejemplo, pero está lejos de ser el único. Según Xi Jinping, secretario general del Partido Comunista, “el león chino se ha despertado” y el vínculo con EEUU “es un nuevo tipo de relación entre países grandes”. En palabras de Elizabeth Economy, Pekín se plantea en condiciones de igualdad, exige respeto y “usa su nuevo estatus para dar forma a instituciones regionales y globales de manera que se acomoden mejor a sus intereses y cumplan sus objetivos, en algunos casos apoyando las normas tradicionales, mientras que en otras sustituyéndolas”[11]. Bajo el mandato del nacionalista Narendra Modi, India es el otro coloso emergente de Asia que busca una voz propia, invirtiendo en armas y desafiando a sus vecinos para establecer su poderío. Algo similar ocurre con el Japón liderado por el nacionalista Shinzo Abe, que ha reformado la legislación para permitir la proyección del poder de las Fuerzas de Autodefensa japonesas más allá de su territorio y ya no confía por completo en el paraguas de seguridad que le provee Estados Unidos. Lo mismo le pasa a Europa, donde el presidente francés Emmanuel Macron propone la creación de un ejército propio en la medida que la OTAN no brinda las certezas de antaño. En Rusia, por último, el autoritario Vladimir Putin se aferra al poder disuasivo del arsenal nuclear para defender incluso por las armas su esfera de influencia en Georgia o Ucrania, en cumplimiento de lo que su biógrafo Steven Lee Myers ha descrito como la autoasignada “misión histórica” del presidente ruso: sacar a su país de la postración y convertirlo de nuevo en una nación respetada e, incluso, temida.

Las ambiciones contrapuestas de estas potencias sugieren que el mundo ingresa a un nuevo escenario donde los roces y el conflicto se harán más frecuentes. Lo anterior no significa, por supuesto, que avanzamos hacia una conflagración inevitable, sino que nos hallamos en una etapa de transición en la que cada uno de los actores relevantes busca encontrar un espacio que le acomode. Aunque el recambio genera incertidumbre, es un fenómeno común. “Eventualmente, inevitablemente, incluso los órdenes mejor administrados llegan a su fin”[12], indica Richard Haass. El reordenamiento en curso causará conflictos de intensidad variable, lo cual obligará a las grandes potencias y sus liderazgos a actuar con prudencia y a mostrar un manejo diplomático de excelencia que ayude a evitar que las crisis escalen y se produzcan enfrentamientos mayores.

Aunque parezca que entramos a un mundo nuevo, la verdad es que estamos haciendo exactamente lo contrario. El orden internacional liberal ha sido una excepción, no la regla. Probablemente desde el Imperio Romano no existía una unipolaridad como la que tuvo, por un breve lapso, Estados Unidos después de la Guerra Fría. Ahora que la historia ha vuelto y la geopolítica recupera el lugar que siempre tuvo, el planeta vuelve a ser el lugar hostil y peligroso que usualmente fue.

Juan Ignacio Brito es periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Master of Arts in Law and Diplomacy del Fletcher School en la Universidad de Tufts, EEUU. Actualmente es decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes. Ha trabajado en distintos medios de comunicación, como El Mercurio, El Metropolitano, Qué Pasa, La Tercera y El Líbero.


[1] Bill Clinton, My life (Nueva York: Alfred A. Knopf, 2004), Edición Kindle, posición 15907.

[2] Thomas J. Wright, All measures short of war: The contest for the 21st century & the future of American power (New Haven: Yale University Press, 2017), 1.

[3] Robert Kagan, The jungle grows back: America and our imperiled world (Nueva York: Alfred A. Knopf, 2018), 10.

[4] Walter Isaacson y Evan Thomas, The wise men: Six friends and the world they made (Nueva York: Simon & Schuster, 1986), 19.

[5] John Ikenberry, “The end of liberal international order?”, International Affairs, enero 2018, p. 8.

[6] Stephen M. Walt, The hell of good intentions: America’s foreign policy elite and the decline of U.S. primacy (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2018), xi.

[7] John J. Mearsheimer, The great delusion: Liberal dreams and international realities (New Haven: Yale University Press, 2018), 1.

[8] Bret Stephens, America in retreat: The new isolationism and the coming global disorder (Nueva York, Sentinel, 2014), xiii.

[9] Walter Russell Mead, “Geopolitics trumps the markets”, The Wall Street Journal, 29 de octubre de 2018, https://www.wsj.com/articles/geopolitics-trumps-the-markets-1540852514.

[10] Ibid.

[11] Elizabeth Economy, The third revolution. Xi Jinping and the new Chinese state (Nueva York: Oxford University Press, 2018), 187.

[12] Richard Haass, “How a world order ends”, Foreign Affairs, enero/febrero 2019, p. 22.