Columna publicada el martes 23 de enero de 2024 por El Líbero.

“Una mujer que nazca en 2024, probablemente morirá sola”, afirmaba categóricamente un reportaje publicado hace unos días por La Tercera y que daba cuenta de la drástica reducción del tamaño de las familias en el mundo.

El artículo mencionado cita un estudio reciente sobre proyecciones de parentesco humano para todos los países, el cual anticipa tres tendencias significativas sobre la disponibilidad de parientes biológicos a nivel mundial. Primero, se espera una importante disminución en el número de familiares vivos debido a la baja de los nacimientos. Por ejemplo, una mujer de 65 años tendría en promedio 25 parientes en 2095, en contraste con los 41 que habría tenido en 1950. Segundo, se proyecta que las estructuras familiares serán cada vez más “verticales”, por lo que parientes de generaciones similares -como los primos- se volverán progresivamente más escasos. Tercero, habrá un envejecimiento significativo dentro de las redes de parentesco. Puede que uno alcance a conocer a sus bisabuelos, pero eso no implica que estos estén en condiciones de colaborar en el cuidado de los miembros más jóvenes de la familia; lo más probable es que se dé la situación inversa.

¿Qué nos dice esto? Que estamos en la cima de una transformación profunda en la composición de las redes familiares y que esta inversión demográfica plantea desafíos significativos: ¿Quién cuidará de nosotros cuando seamos mayores? ¿Cómo se sostendrán los sistemas de salud y seguridad social para absorber el impacto de este cambio? A propósito de la actual discusión previsional, por ejemplo, debemos considerar el hecho de que la disminución en la tasa de natalidad pone en riesgo la sostenibilidad del sistema. Tanto en un modelo de reparto como en uno de capitalización individual con un componente solidario, sin una base joven y amplia de trabajadores no habrá cómo financiar las pensiones de los adultos mayores.

Estamos ante un fenómeno complejo que excede lo estadístico, evidenciando desafíos sociales, económicos y culturales. En el caso de nuestro país, la tasa de natalidad ha descendido a una cifra sin precedentes de 1,3 hijos por mujer, situándose por debajo del umbral de 2,1 necesario para el reemplazo generacional. Este fenómeno, a menudo pasado por alto por sucesivos gobiernos, deja a Chile en una posición incluso más delicada que la de la mayoría de los países europeos. Las razones por las que en nuestro país han disminuido las familias pueden ser muy variadas y merecen ser tratadas como una pregunta abierta. Aquí se cruzan el alto costo asociado a tener hijos (salud, alimentación, educación y vivienda), la dificultad para compatibilizar la maternidad y la vida laboral, entre otros factores.

Aunque habitualmente se ha considerado el fomento de la familia y el incentivo a la natalidad como asuntos de interés puramente conservador, hoy esto ha dejado de ser así. Por ejemplo, Francia, país que hoy registra la tasa más baja de natalidad desde el término de la Segunda Guerra Mundial, ha abordado esto con decisión. El martes pasado, durante una conferencia de prensa, el Presidente Emmanuel Macron señaló que la caída de la tasa de natalidad es un problema significativo, agravado por el incremento en las tasas de infertilidad que se registran en la población (por el retraso en la edad para ser madres). Como solución, para un ”rearme demográfico”, Macron propuso apoyos a las familias, con incentivos como una licencia por nacimiento mejor remunerada, que permitirá a los dos padres estar junto a sus hijos durante seis meses.

En Chile, en tanto, aún no se toma plena conciencia de nuestra propia crisis de natalidad, en parte porque se la ha asumido como un problema puramente individual. Que una mujer nacida el año 2024 probablemente muera sola habrá dejado de ser un asunto privado y será demasiado tarde para hacer algo. De ahí la importancia de que el tema se aborde políticamente hoy.