Columna publicada el domingo 10 de julio de 2022 por La Tercera.

La campaña del apruebo es, hasta ahora, una versión desganada y reducida de todas las campañas de la izquierda de la última década. Eso sí, el tono es menos feliz y más intolerante que otras veces. El roteo a mansalva contra los “fachos pobres” (ahora también “aspiracionales”), los llamados ilustrados a “leer” (asumiendo que toda crítica nace de la ignorancia) y la amenaza poco velada de que si Chile no se rinde ante el proyecto constitucional de izquierda, vendrá el caos o la guerra civil (estilo Carlos Ruiz Encina y Ricardo Núñez) le dan un aire reaccionario y de campaña del terror a los que siempre se han jactado de ser gráciles tripulantes de las fuerzas de la historia.

Ahora, entre las consignas campañeras hay una regalona: que detrás del crecimiento del rechazo estaría el miedo de “los poderosos” a “perder los privilegios”. Sin embargo, el texto constitucional hoy vigente (el del 2005 firmado por Lagos) no fija ningún privilegio legal para ningún grupo social determinado. Todos los ciudadanos chilenos son declarados iguales en derechos y deberes, y ninguno de sus artículos hace palidecer dicha afirmación.

Esta igualdad básica ante la ley, en cambio, es directamente atacada por el proyecto constitucional emanado de la Convención. Esto, porque en vez de entender el país como un conjunto de ciudadanos equivalentes, lo mira como un conjunto de grupos identitarios en competencia. Y busca imponer una ingeniería institucional que empareje la “participación y representación efectiva” de dichos grupos, dejando en segundo plano los principios democráticos de representación. En otras palabras, la propuesta constitucional desplaza la igualdad democrática por un igualitarismo corporativista, y lo hace estableciendo privilegios especiales para los grupos identitarios que considera que necesitan promoción.

El caso más llamativo, en este sentido, es el de los “pueblos y naciones indígenas” existentes y por “renacer” (más el “pueblo tribal afrodescendiente chileno”, según el artículo 93). A diferencia del chileno común y corriente, ellos gozan en el proyecto de una serie de ventajas específicas, partiendo por el hecho de poseer derechos fundamentales colectivos (18.2). Es decir, ellos habitarían una esfera legal separada, especial y protegida. Los derechos especiales asignados a dicha esfera aparecen en el artículo 34 (redundante con el 64): autonomía, autogobierno, reconocimiento y protección de sus autoridades (“propias o tradicionales”), territorios y lengua, entre otros. Y el derecho a participar plenamente, “si así lo desean”, en la vida “política, económica, social y cultural del Estado”.

Este conjunto de privilegios es ampliado en otros puntos del proyecto. Las prestaciones de salud indígena –aunque no tengan base científica alguna- son garantizadas por el Estado (44.2 y 44.6). Tienen autonomía territorial especial (234 y 235), derechos de aguas propios (58), derecho a consulta (65) y consentimiento (191) previo en todo lo que les afecte, protección especial de su propiedad territorial (79.2), preferencia para apropiarse de los terrenos que reclamen como ancestralmente propios (79.3), subsidio para desarrollar y preservar sus saberes y conocimientos “ancestrales” (96), derecho a usar su lengua en todo contexto que estimen conveniente (100), subsidio estatal para apropiarse y proteger todo lo que consideren su patrimonio cultural (102), escaños reservados en el Congreso (252.3) y en la Cámara de las regiones (254.3) que no demandan representatividad alguna y un sistema de justicia paralelo (309, 322.2). Todo un mundo de rentismo étnico.

Por supuesto, la implementación de todos estos privilegios legales requiere financiamiento. Y ese financiamiento saldrá de los impuestos de todos los chilenos. No sólo el voto de quienes no pertenezcan a alguno de estos colectivos valdrá menos, sino que también recibirá menos por parte del Estado a cambio de sus impuestos, su propiedad tendrá menor protección y no tendrá la opción de preferir una legislación alternativa cuando le convenga. El chileno será un ciudadano de segunda categoría en su propio país.

Reconocer lo excesivo y odioso de la discriminación establecida por el proyecto no implica negar la existencia de una deuda histórica con algunos pueblos indígenas. Pero sí tener claro que una injusticia no se arregla con otra, y que el objetivo de toda reparación debe ser rehabilitar la igualdad y lealtad recíproca entre todos los ciudadanos. No se cosechará paz sembrando vientos.