Columna publicada en revista Qué Pasa, 05.01.2018

Lo que el dinero sí puede comprar, de Carlos Peña, es uno de esos libros que están en boca de todos, aunque no hayan pasado antes por los ojos de todos. Y que vale la pena leer.

La tesis central del libro es muy afilada: el dinero y la sociedad construida en torno a él, la sociedad de consumo, no puede ser livianamente mirada en menos ni descartada. Es mucho más compleja y completa que lo que sus críticos imaginan, y provee de muchos bienes valiosos a las personas. El consumo y el mercado son, además, engranajes fundamentales de la modernización, y quienes los desdeñan sin mucho examen terminan, al poco rato, dejando de entender el mundo que los rodea.

Peña sostiene que todos los seres humanos experimentamos una brecha de insuficiencia en nuestra existencia. Un deseo de plenitud que nunca llega a saciarse. Y que esa brecha debe ser llenada con algo. Ese algo, a la vez, puede ser muchas cosas. Pero quizás la menos peligrosa entre ellas sea el consumo individual. La búsqueda de autoedición llevada adelante mediante la adquisición, ostentación y circulación de cosas.

El rector muestra, muy convincentemente, lo dignificante que resulta el consumo para los recién llegados al mundo de los bienes, que antes habían sido mantenidos fuera de esta esfera, incapaces de poseer y diferenciarse a través de la posesión, resignados a ver y comentar desde lejos cómo la vanidad, la moda y los viajes eran acaparados sólo por algunos pocos. También describe a la perfección la desilusión que el acceso masivo a ciertos bienes de alto prestigio trae aparejada, debido justamente a que su masificación destruye o mengua las características que los hacían tan deseables.

El argumento sufre, en todo caso, de algunas complicaciones. Por ejemplo, Peña muestra que el consumo efectivamente es un hecho social, y no un acto egoísta y radicalmente subjetivo. Se consume para los otros, se ponen cosas en movimiento para los demás en mayor medida que para uno mismo. Dado que el ser humano es un animal social, el intento de “autoedición” de uno mismo implica necesariamente una acción hacia los demás: la edición de nuestro entorno y de nuestros vínculos sociales. Sin embargo, no profundiza mucho en las implicancias que esto tiene para el discurso mismo de la supuesta radical individuación producida por el mercado. De hecho, no dedica párrafo alguno al fenómeno de las modas: esas homogeneizantes corrientes conductuales y estéticas que atraviesan nuestra sociedad.

Sobre la adicción y las conductas adictivas tampoco hay nada. Ignora olímpicamente el hecho de que ciertos patrones de conducta dejan de ser voluntarios una vez que se convierten en necesidades físicas o psicológicas, y que el diseño y administración de estas necesidades adictivas representa una buena porción de los mercados mundiales.

Tampoco trata sobre los perdedores del orden consumista. Sobre sus víctimas. Leyéndolo, da la impresión de que vivimos ya sólo en un mundo de consumidores. Sin embargo, alguien produce esa inmensa cantidad de bienes que circulan, y que muchas veces son rápidamente descartados. Las infames sweatshops orientales, repletas de trabajadores que, en condiciones miserables, producen los bienes que son las delicias del Occidente supuestamente civilizado. Y no sólo esas víctimas: también aquellos que, producto de la contaminación ambiental generada por nuestra civilización del consumo, ven sus vidas destruidas. Y, por último, las víctimas locales, aquellos que no logran integrarse al mundo de los bienes más que por la puerta de atrás: los niños del Sename, los delincuentes, los inmigrantes pobres, los invisibles. Y cómo la sociedad de consumo, democrática y meritocrática, los marca como responsables de su miseria, como “inmerecedores”, y los persigue.

Por último, el libro no logra penetrar con la profundidad esperada en el caso latinoamericano, ni menos en el chileno. Los menciona al pasar, pero quien revise la bibliografía notará rápidamente que no pretende estar en sintonía con ellos. Es un argumento general, abstracto, y funciona en ese nivel, pero no más allá. La bajada y la ponderación del argumento en relación a la situación local queda en manos del lector.

A lo largo de todo el libro, entonces, hay una tensión no resuelta entre la reivindicación de la plena libertad individual, exacerbada por el mercado y el consumo, y la realidad y límites antropológicos y sociales de dicha libertad. Y esta brecha introduce una tensión más complicada aún al argumento general de su autor, pues no termina de quedar claro si la libertad a través del consumo es defendida como una mentira piadosa relativa a un mito que el autor piensa que asegura una convivencia social razonablemente pacífica, o como un fenómeno real. Tal como cuando Thomas Hobbes habla sobre Dios en el Leviatán, esgrimiendo fuertes argumentos generales en contra de la existencia de las deidades de otros pueblos y credos, pero luego asegurando que el Dios anglicano, por supuesto, existía y debía ser respetado.

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