Columna publicada el domingo 13 de febrero de 2022 por La Tercera.

Muchas de las propuestas aprobadas en las comisiones de la Convención Constitucional, partiendo por los “¡exprópiese!”, son económicamente estúpidas, porque son políticamente revolucionarias. Luego, no es que todos sus defensores desconozcan sus destructivas consecuencias en el primer nivel, sino que las ven como costos de transacción de sus objetivos políticos.

¿Cuáles son estos objetivos? Hubo una época en que la gente pensaba que las revoluciones socialistas se relacionaban con la justicia social. El siglo XIX abrazó esta fantasía y el XX la mantuvo a punta de farsas y asesinatos. Los primeros en notar que la cosa iba por otro lado fueron algunos previamente encandilados. Robert Michels, un antiguo leninista, fue pionero en denunciar con claridad -en su libro Los partidos políticos– que la doctrina revolucionaria vigente conducía al reemplazo de una oligarquía por otra, sin afectar realmente la forma del poder. Rudolph Rocker, anarquista alemán, enfrentó el asunto en La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo.

Los comunistas, hasta el día de hoy, no tienen una teoría de la sociedad justa. Asumen que dicha sociedad es aquella dominada por el partido. Marx no dijo mucho al respecto. Y todas las revoluciones comunistas en Occidente han seguido un patrón calcado: de un momento caótico-romanticón se pasa a una violenta y arbitraria tiranía, generalmente culpando a algún “enemigo externo”.

Nuestros convencionales revolucionarios, fieles a esta tradición, lo que quieren es asumir un control estrecho de la maquinaria del poder. Les da lo mismo degradar la economía y las instituciones con tal de dominarlas. Su objetivo es convertirse en amos. Y todo aspirante a amo se declara movido no por el egoísmo, sino por el más profundo altruismo, espolvoreado con las causas de moda.

Chile se encuentra, ahora mismo, en el momento estúpido y caótico que precede al retorno brutal de lo real. “Todo el poder a los sóviets”, “para todos, todo”, “venceremos y será hermoso”, etc. Espacio en que teorías de una imbecilidad evidente, como que de una “dictadura del proletariado” luego se pasaría, mágicamente, a una sociedad sin Estado, son tomadas con toda seriedad. La corrupción del debate público, degradado en matonaje, es una forma de escabullir lo obvio. Es ilógico esperar que alguien en situación de imbecilidad defienda una causa absurda de manera reflexiva. Se promueve, además, un doblepensar: Atria, Bassa y Daza nunca se comunican en un nivel distinto al de la manipulación. Humo, espejos y amenazas.

Una vez entronizados los revolucionarios, el asunto cambia. Comienza la repartija entre camaradas, amigos y parientes. Y les vuelve el realismo y el gusto por el orden público. Cárceles y cementerios suelen repletarse más después de las revoluciones que durante ellas. Basta leer La revolución desconocida, de Volin; Cómo llegó la noche, de Huber Matos; El pasado de una ilusión, de Furet, u Homenaje a Cataluña, de Orwell, para captar esta ironía.

La pregunta que los chilenos debemos hacernos ahora es si deseamos otra revolución o preferimos reformas que enderecen y redistribuyan los frutos del orden ya establecido. Es la decisión que sellará nuestro destino.

Una opción es que odiemos tanto a la actual oligarquía, que prefiramos nuevos amos. El riesgo de esta posición, generalmente motivada por el resentimiento, es que los nuevos amos nunca se instalan de forma pacífica. Cuesta ponerle una brida nueva al pueblo. Por lo demás, casi toda nueva oligarquía pacta con la anterior. Los humanos en la mesa con los chanchos al final de La granja de los animales, de Orwell. No faltan hoy Ferraris en los barrios acomodados de Caracas, donde conviven la antigua burguesía y la “boliburguesía”.

Albert Camus entendía el camino de la rebeldía como alternativo al de la revolución. El rebelde es un inconformista que busca ganarle espacios de libertad, responsabilidad y reflexividad a la dominación. Este sería el camino de la reforma: el de quitarles espacios de arbitrariedad a los oligarcas, en vez de sumar otros nuevos. Básicamente, es un proyecto de domesticación del poder por la sociedad. El problema es que esa sociedad tendría que defender valores alternativos al mero deseo de dominación para que ese proyecto tenga contenido. Bienes como la belleza, el saber, la naturaleza o el espíritu. Pero no es claro, al menos hoy, que haya un deseo colectivo por algo más elevado y verdadero que el poder y la plata. Nada lo indica todavía.