Columna publicada en T13.cl, 02.12.2016

Ossandón, primero, y Piñera, después, echaron mano a una técnica demagógica de larga data: instalar una cuña sobre asuntos migratorios que apela a pasiones bajas, y luego explicarla apelando a buenas razones y sentimientos. Es lo que se llama tirar la piedra y esconder la mano. En ello fueron secundados por una serie de parlamentarios de pocas luces. Los efectos de esta acción son muy delicados: se validan comunicacionalmente posturas xenofóbicas, por muchas explicaciones y rectificaciones que se den después. Este es el peligroso juego de lo políticamente incorrecto. La tentación de buscar la reconciliación política de la comunidad mediante chivos expiatorios.

La reacción del mundo progre, por supuesto, no se ha hecho esperar, a pesar de que esta es la época en que normalmente están concentrados criticando a la Teletón. Comparaciones de Ossandón y Piñera con Hitler, columnas resentidas y sensibleras que ponen a los inmigrantes por sobre los chilenos asignándoles infinitas virtudes, toneladas de declaraciones en las redes sociales demostrando la bondad de sus corazones y, cómo no, muchos “Que se acabe Chile”. Es que cómo. Es que no. Es que hasta cuándo. Es que acá en Cambridge. Acá en Nueva York. Acá en Barrio Italia. Que todos debemos rechazar este abuso. Es la predecible respuesta de lo políticamente correcto: la pretensión de negar de raíz la existencia de algún problema que pudiera facilitar el despliegue de una dinámica política de chivos expiatorios. Y, claro, catalogar como un monstruo xenofóbico infrahumano a cualquiera que se atreva a señalar la existencia de esos problemas (los “deplorables” de Hillary).

Pues bien, resulta que estas dos posturas se alimentan entre sí. La corrección y la incorrección política operan como patíbulos irracionales que permiten dar rienda suelta a la violencia y a las acusaciones contra los demás. Como dice Daniel Mansuy sobre la corrección política en “Nos fuimos quedando en silencio”, “el imperio de lo políticamente correcto -esto es, de un lenguaje que respeta puntillosamente todos y cada uno de los prejuicios del mundo contemporáneo- es una muestra de una sociedad que no soporta (y condena al ostracismo) a quienes exceden los márgenes del conformismo ambiente (…) es una forma torpe de mantener la unidad (…) es el postrero esfuerzo de las sociedades contemporáneas por conservar al menos alguna apariencia de unidad”. El opuesto simétrico de lo políticamente correcto es lo políticamente incorrecto, que opera -sorpresivamente- con las mismas reglas. Es su reflejo invertido: señala como víctimas a quienes el otro discurso demoniza, y como victimarios a quienes idealiza. La incorrección política es experimentada como liberación por quienes consideran opresiva la corrección política, pero es nada más que su negativo.

Luego, es contraproducente la posición de los progres que luchan contra la legitimación de giros xenofóbicos en el lenguaje, a menos de que se hagan la pregunta de por qué es plausible que un político utilice esos giros. Es decir, a menos que se pregunten si es que existen problemas derivados de la migración (o atribuidos a ella) que quizás a ellos le cuesta ver, y que tienen el potencial de ser explotados políticamente de manera nefasta. Y si esos problemas existen, habrá que buscar soluciones razonables que puedan incorporarse a una política migratoria razonable. Lo importante es tener claro que es muy distinto criticar el uso de un lenguaje inadecuado o demagógico, a pensar que los problemas que hacen plausible el uso de ese lenguaje no existen. O, peor, condenar moralmente a quienes sufren esos problemas y se muestran receptivos a ese tipo de lenguajes (por buenas o malas razones).

Romper con la dinámica binaria de la corrección y la incorrección política es absolutamente necesario para prevenir la violencia sacrificial de una política de chivos expiatorios. El intersticio que se abre entre esas dos formas de renunciar al pensamiento es lo único que puede salvarnos.

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