Columna publicada el viernes 26 de noviembre de 2021 por Ciper.

Al iniciarse la discusión sobre los contenidos del nuevo texto constitucional que la Convención debe proponerle al país —y justo cuando se cumplían dos años desde el 18 de octubre—, el vicepresidente del órgano constituyente, Jaime Bassa, afirmó: «Somos el fin de una historia de despojos; despojo de los bienes comunes, pero también de la capacidad de imaginación política. Al mismo tiempo, somos el inicio de un camino de transformación, que nos permite ver el futuro con esperanza».

Con esas palabras, Bassa dio cuenta de una pulsión refundacional recurrente entre algunos políticos, especialmente en tiempos agitados. Desde esa perspectiva, el devenir de la sociedad y del hombre se comprende no sólo sujeta a la voluntad de ciertos actores, sino también como una realidad unidireccional orientada al progreso y al desarrollo, sin considerar que las idas y vueltas de la historia humana son bastante más equívocas.

Es una gran noticia en ese contexto la publicación de El debate fundacional: los orígenes de la historiografía chilena (FCE, 2021), del Premio Nacional de Historia Iván Jaksic, pues dota de complejidad y densidad histórica algunos de nuestros debates contemporáneos. El libro rescata una discusión antigua: la que, a mediados del siglo XIX, protagonizaron en medios de prensa José Victorino Lastarria y Andrés Bello en torno al modo en que las investigaciones historiográficas deben hacerles justicia a los hechos del pasado. Mientras el primero defendía un modo «filosófico» de hacer historia, Bello promovía una escritura «narrativa» de ella. Hay en esa disputa guiños y ecos a nuestro presente, en un debate que parece no haber terminado del todo.

El texto se compone de dos partes: la primera es una detallada y profunda introducción de Jaksic que contextualiza y sintetiza la polémica, describe las principales posiciones en pugna y da cuenta de la influencia de cada una de las visiones involucradas. La segunda compila los textos más importantes de la discusión; incluidos, por supuesto, los fundamentales aportes de Bello, Lastarria y Jacinto Chacón, acompañados de fragmentos de Claudio Gay, Domingo Faustino Sarmiento y Antonio Varas, entre otros.

Este debate decimonónico sigue siendo relevante por varios motivos. Por un lado, muestra dos modos de acercarse al pasado. Como dice Jaksic, «[l]a separación de la investigación y la política, pero aun más importante, el esfuerzo por evitar la politización del pasado, fue el propósito central de Bello al inaugurar la tradición histórica chilena» [p. 42]. Así, mientras el venezolano intentaba evitar a toda costa la instrumentalización política de la historia, haciendo que los hechos hablaran por sí mismos —en palabras de Bello, «solo por los hechos de un pueblo, individualizados, vivos, completos, podemos llegar a la filosofía de la historia de ese pueblo» [164]—, el chileno defendió una interpretación del pasado desde una filosofía que diera un significado definido de antemano a esos mismos hechos. Quien sintetiza esta segunda postura de manera preclara es Jacinto Chacón, quien, apoyando a Lastarria, afirma: «Antes está fijar los principios, o las teorías, y después sus consecuencias o los hechos» [135]. Tomando distancia del positivismo ilustrado de Bello, Chacón trataba, con razón, de mostrar que ninguna descripción del pasado permite que los hechos hablen por sí mismos. Sin embargo, su lectura del pasado impedía, al poco andar, que la singularidad del momento se manifestara en sus propios términos, pues su interpretación se debía adecuar a un aparato ideológico definido de antemano. En concreto, esa posición «filosófica» se traducía en cierta lectura de la época de la Colonia como pura opresión, vacío y violencia, y permitía justificar el ánimo progresista e ilustrado desde el cual se leía la gesta de la Independencia.

Asimismo, la polémica es interesante porque documenta e ilustra que la noción progresista de la historia humana no es algo exclusivo de nuestros días. Luego de leer El debate fundacional es posible reconstruir la genealogía desde la que algunos personajes públicos (de derecha e izquierda) justifican todo medio de acción aludiendo a un fin que los dotaría de sentido. La defensa que Lastarria y Chacón hacen de una «historia filosófica» los conduce a leer los hechos desde una perspectiva de constante liberación, aunque, paradójicamente, encadenada a una ley infalible del progreso:

«La historia pues es la ciencia de las leyes que rigen los destinos de la humanidad y por esto es que recoge los hechos humanos y se apoya en ellos —sostiene Jacinto Chacón en las páginas de El Progreso [citado en pp. 59-60]—. La historia tiene una unidad científica que corresponde a la unidad personal de la humanidad. La humanidad es homogénea, las épocas de su vida están engastadas unas en otras, los individuos que son los miembros que la constituyen están engastados en esas épocas; luego hay cierto vínculo central que liga todas estas partes y las somete a la influencia de su código. Lo hay; ese vínculo es la ley eterna del progreso; ese código es la civilización y la ciencia que lo interpreta y lo enseña, es la historia propiamente tal o la filosofía de la historia».

Leyes eternas que rigen el actuar humano: esa parece ser la concepción inherente a Chacón y Lastarria, en la que el carácter del pasado —los principios y teorías desde los cuales se interpretan los hechos— parece estar puesto antes de la descripción de los sucesos mismos, condicionando toda lectura histórica.

La polémica entre Bello y Lastarria tiene, por último, una interesante arista constitucional, lo que termina por darle enorme actualidad a aquel debate. La discusión que suscita, pocos años después, el Bosquejo histórico de Lastarria, premiado en 1847 por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, lleva a estos intelectuales a preguntarse acerca del rol y carácter de los textos constitucionales. Hay entre los polemistas cierto acuerdo alrededor de la profundidad que implica una Constitución que, más allá de su dimensión legal, es capaz de reflejar el espíritu de un pueblo. Sin embargo, en Bello también asoma una advertencia muy relevante:

«Las Constituciones escritas tienen su causa, como todos los hechos. Esta causa puede estar en el espíritu mismo de la sociedad; y la Constitución será entonces la expresión, la encarnación de ese espíritu; y puede estar en las ideas, en las pasiones, en los intereses de un partido, de una fracción social; y entonces la Constitución escrita no representará otra cosa que las ideas, las pasiones, los intereses de un cierto número de hombres que han emprendido organizar el poder público según sus propias inspiraciones» [199].

El ejercicio que hace Jaksic al devolver a nuestro tiempo este debate decimonónico es de sumo interesante, y está dotado de una sorprendente actualidad: tanto por la fe en el progreso que abunda a cada paso; por la tentación de interpretar el pasado no desde los hechos mismos, sino desde una instrumentalización que los deforma para hacerlos calzar con nuestras ideas; como por la discusión en torno a la concepción sociológica de los textos constitucionales, El debate fundacional iluminará muchas de nuestras discusiones. A fin de cuentas, lo que mejor refleja la publicación de este nuevo libro es que el optimismo exacerbado en una historia que siempre progresa no parece estar demasiado justificado, ya que nos empeñamos en volver, una y otra vez, sobre un puñado de profecías que parecen nunca cumplirse del todo.