Columna publicada en La Tercera, 18.01.2017

“No hay democracia sin partidos”. La frase se ha convertido en un lugar común que emerge cada vez que algún dirigente se siente amenazado por el “fantasma populista”. Pero si bien dicha afirmación tiene mucho de verdad, suele ser utilizada por los políticos como un extraño modo de silenciar cualquier crítica. Su discurso parece ser: no importa cuán mal lo hagamos ni cuántos errores cometamos, sin nosotros todo sería peor. En suma, deberíamos estar agradecidos de nuestros hombres públicos, cuya sola presencia nos salva del infierno chavista.

Sin embargo, la crisis actual de la democracia representativa (que se manifiesta en la crisis de los partidos) puede leerse desde una óptica distinta. Una de las principales causas de la degradación del régimen es la falla de los propios partidos en el cumplimiento de sus funciones. En una democracia de masas, los grupos organizados son imprescindibles para articular la voluntad popular, que carece de entidad mientras no tenga un canal a través del cual expresarse. De allí la importancia de los partidos.
En ese sentido, la crisis de la representación no se origina en las críticas que recibe -ellas son moneda corriente desde Rousseau- sino más bien en la abdicación de aquellos que deberían encarnarla. La democracia es una forma de mediación, pero sus dirigentes han renunciado al deber de poner una distancia entre las aspiraciones populares (que buscan la inmediatez) y la realidad (que se resiste a plegarse sin más a nuestros deseos). La histeria colectiva que producen las encuestas son la mejor ilustración. Si los políticos le atribuyen a los sondeos una importancia desmedida es porque han dejado de creer en ellos mismos, y en su capacidad de aproximarse a la realidad. Necesitan lentes, que llamamos encuestas, porque se asumen incapaces de ofrecer algo así como un acceso directo a lo que ocurre. Si se quiere, nos encontramos en un acelerado tránsito desde la democracia de los partidos a una democracia de las audiencias, según la acertada expresión de Bernard Manin.

Este fenómeno tiene efectos graves. Por un lado, la discusión política pierde peso: ya no hay ideas en juego, sino meros índices de popularidad. Las audiencias son, por definición, volátiles, mientras que las doctrinas aspiran a tener alguna consistencia. Además, los partidos pierden capacidad de marcar la agenda, y se reduce al mínimo el espacio para sostener posiciones impopulares. No es fortuito que la muletilla más repetida por nuestro periodismo político sea que “las encuestas dicen algo distinto”. Así, el lente que buscaba entregarnos una foto de la realidad termina distorsionándola, generando en el ambiente una levedad que dista de ser inofensiva: los gobernantes ya no quieren gobernar, sino solo ser instrumentos invisibles de algo que no manejan ni conocen (y si en Chile hay algún síntoma de populismo, es precisamente este). Pero si los políticos no creen en sí mismos, ¿por qué habríamos de hacerlo nosotros? Urge recuperar la capacidad de los partidos para constituirse en mediadores efectivos con identidad propia. De lo contrario, nuestra democracia seguirá con sus vueltas de campana tan caprichosas como impredecibles.

Ver columna en La Tercera