Columna publicada el miércoles 5 de agosto de 2020 por Ciper.

¿NUEVA INTOLERANCIA O LAMENTO DE LAS ÉLITES?

La alarma suena hace varios años: estaríamos entrando a una nueva era de intolerancia. Si media década atrás el fenómeno parecía reducirse a los campus de ciertas universidades norteamericanas, hoy ha cruzado a otras instituciones y continentes. Como tiempo atrás lo decía Andrew Sullivan, ahora todos parecemos vivir en un campus universitario[1]. A muchos les ha costado, por cierto, reconocer que no se trata de casos aislados, sino más bien de una tendencia consistente y creciente.

No debiera extrañar que ese reconocimiento resulte difícil: la idea de tolerancia la teníamos tan centralmente inscrita en el relato del progreso moderno, que aceptar sus retrocesos pasa por asumir la ausencia de ese patrón general de evolución histórica. Pero el reconocimiento ha sido doblemente difícil por el hecho de que hoy la intolerancia no viene solo de movimientos reaccionarios, o de un populismo de derecha que muchos percibían como la única amenaza sobre el planeta, sino también del mismo progresismo que con tanta frecuencia es tenido por paladín de la tolerancia.

La naturaleza exacta del problema no siempre es fácil de identificar. Hay ya una buena literatura sobre la “corrección política” y sobre cómo el clima de victimismo ha cambiado los límites de lo que parece aceptable. Pero por absurdo que sea todo el repertorio de microagresiones y espacios seguros, no puede calificarse todo eso como intolerancia. Tiene sentido comenzar a hablar de ella cuando se suman otros pasos: la expulsión del espacio público, la presión para que se pierda un puesto de trabajo, o la abierta violencia física. Pero también eso ha ido en aumento, y no solo en Estados Unidos y sus universidades.

Pensemos en nuestro pasado más reciente. Ahí tenemos, por nombrar algunos ejemplos, la presión a la UDP por dichos de Rafael Gumucio sobre el movimiento feminista, los golpes a José Antonio Kast en la Universidad Arturo Prat, el repudio a Javiera Parada por buscar el diálogo en octubre, o los intentos por impedir que un católico como Sergio Micco dirija el INDH. “Funas” mayores y menores completan el panorama.

¿Qué hacer? Desde que el problema comenzó en las universidades norteamericanas, hubo una tendencia a buscar el antídoto en la obra de John Stuart Mill. Es el filósofo predilecto, como fácilmente se puede constatar, de la Heterodox Academy, una organización que lleva años procurando que en la educación superior se busque no solo diversidad de género y raza, sino también de ideas. Jonathan Haidt, uno de sus fundadores, ha llegado al punto de editar una versión en cómic del tratado de Mill Sobre la libertad. Y la lección básica que se busca transmitir es del todo pertinente. Según lo desarrolla Mill en el capítulo segundo, la disputa con ideas contrarias tiene al menos tres beneficios: uno puede acabar reconociendo la idea rival como verdadera, uno puede llegar a entender mejor la propia posición mediante una disputa, o bien se pueden llegar a comprender las ideas que parecían rivales como complementarias con las propias[2]. La de Mill es la más clásica defensa de esta visión, y pedir su regreso es la más clásica reacción de quienes ven la libertad de expresión en problemas.

Pero hay escépticos respecto de que la tolerancia y la libertad de expresión estén en aprietos, y conviene escucharlos. Piénsese en la reciente carta abierta en la revista Harper’s, donde 150 personalidades ofrecían una (algo trivial) alerta respecto de nuestra debilitada capacidad de debate, una advertencia sobre “la intolerancia respecto de visiones distintas, la moda de la humillación pública y el ostracismo, la tendencia a convertir cuestiones complejas en materias de enceguecedora certeza moral”.

Si se observa quiénes han firmado la carta en cuestión, apuntan los críticos, difícilmente se considerará que sus autores son unos pobres perseguidos. J.K. Rowling y Francis Fukuyama pueden ser muy distintos, pero son miembros de una misma élite que siempre ha podido decir lo que piensa. Que los poderosos sean quienes levantan el discurso de la tolerancia puede, en efecto, ser bastante revelador. Cartas como ésas no representan, digamos, la voz de los sin voz. Algunos se preguntan, en consecuencia, si alguna vez el discurso de la tolerancia ha sido un mecanismo para que los desamparados pueden hacerse oír; se preguntan si acaso la tolerancia no fue siempre una máscara de otros intereses y si acaso las quejas actuales por la intolerancia no son solo un lamento de una élite que pierde su influencia[3].

Hay una intuición plausible en esas sospechas. Elevada a único valor supremo, la tolerancia es capaz de reprimir nuestras discusiones sobre la justicia, sobre la compasión, e incluso sobre la más básica decencia. “¿Por qué tantos problemas son percibidos hoy como problemas de intolerancia, y no cómo problema de desigualdad, explotación e injusticia”? pregunta Zizek[4]. La pregunta es justificada. Pero hay también algo de ligereza en el modo en que esta sospecha elude la realidad de la intolerancia contemporánea, como si se tratara de una simple derrota de élites que perdieron el monopolio de la palabra. No es, después de todo, un pueblo oprimido el que está cancelando las conferencias de profesores universitarios, auspiciando “funas” y poniendo en duda la importancia del debido proceso[5]. Como destacaba hace un año The Atlantic, al menos en Estados Unidos la intolerancia se encuentra concentrada en la población blanca, urbana y con más estudios. El origen universitario del problema revela muy bien su naturaleza como disputa interna de las élites, y su punto de arranque ha estado precisamente en las instituciones norteamericanas que concentran el privilegio.

Sin embargo, esa controversia entre élites también deja heridos más allá de ellas, y están lejos de ser solo personas poderosas las que han visto su trabajo arruinado por la intolerancia de los últimos años. Una tormenta en Twitter no logra, de hecho, “cancelar” a los miembros consolidados de las élites (que por lo demás suelen adaptarse rápido a la opinión dominante), pero sí lo logra con figuras menores; logra, asimismo, asegurar un mayor conformismo en el público promedio y entre quienes están aún en el proceso de formarse una opinión.

INTOLERANCIA LIBERADORA Y RECONOCIMIENTO

Muchas dinámicas han tenido que converger para llegar a esta situación. Pero conviene subrayar que no estamos ante un incomprensible accidente (como si el progresismo se hubiera descarriado de modo inexplicable), sino en parte ante una posición que ha sido consistentemente defendida. En los años sesenta, la crítica de la tolerancia tuvo su expresión más influyente en la obra de Marcuse. En su célebre texto sobre la “tolerancia represiva”, invitaba a distinguir entre una “verdadera y una falsa tolerancia”, una liberadora tolerancia vinculada al progreso y una opresora tolerancia de las ideas entonces dominantes (en términos simples, no vaya usted a creer que siempre es positiva la existencia de libertades políticas básicas)[6].

Pero las condiciones para una tolerancia liberadora aún tenían que ser creadas, y eso justificaba cierta intolerancia para crearlas. Esto funcionaría, cabe imaginar, como esas guerras para acabar con todas las guerras: se requería cierta intolerancia progresista que acabara con todas las intolerancias reaccionarias. Pero esos proyectos de intolerancia selectiva parecen ser tan exitosos como los que acabarían con todas las guerras: una vez que se acepta una lógica, no es tan fácil que ésta se restrinja a las áreas que uno deseaba. Se puede pretender que solo contra el racismo o el sexismo será legítima la intolerancia, pero no hay que sorprenderse si el educado bajo ese precepto lo extiende después a todo lo que queda fuera de su visión del progreso y acaba siendo intolerante respecto de toda comunicación política[7]. De ahí no se sigue, por cierto, que se haya de cruzar los brazos ante el racismo. Lo que se sigue es un deber de enfrentarlo con herramientas mejores que el llamado a una intolerancia liberadora.

Pero entre Marcuse y nosotros existió por supuesto un mundo muy distinto. Entre la agitación de los sesenta y los conflictos del presente se encuentran esas décadas en que pudo hablarse del “fin de la historia”: el mundo de una triunfante globalización, de la pacífica aceptación del capitalismo democrático. Hoy muchos miran dichas décadas como el periodo de paz que contrasta con la nueva intolerancia. Pero el contraste es engañoso. En Chile y en el mundo, no cabe duda de que esas décadas tuvieron sus virtudes; sin embargo, cuando las miramos como más tolerantes suele ser más bien su condición pacífica que su condición tolerante lo que tenemos en mente. No es que entonces necesariamente condujéramos los conflictos con tolerancia, sino que procurábamos mantener los conflictos algo más enterrados.

Por lo demás, fueron décadas que, intoxicadas también con la idea de progreso, sugirieron que la tolerancia –problema ya resuelto– podía quedar atrás para avanzar hacia el reconocimiento recíproco. Esa idea ya había sido enunciada mucho antes por Goethe, y su idea de que la tolerancia debe ser una “disposición pasajera” que conduce al reconocimiento[8]. Pero en los noventa por primera vez la idea fue tomada en serio por los teóricos de la tolerancia, que sumaron el respeto, la hospitalidad y otras disposiciones positivas como reemplazo para una tolerancia que ya parecía superflua.

En 1995 incluso una declaración de la Unesco describía la tolerancia como “el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas de nuestro mundo”[9]. Y claro que esa rica diversidad existe, pero resulta revelador que una declaración sobre la tolerancia no tuviera nada que decir sobre situaciones en las que la diversidad causa más bien desencuentro entre visiones rivales. Había un aire de profundidad en toda esta idea de que podemos avanzar hacia disposiciones afirmativas, pero la propuesta era en realidad un reflejo del tranquilo optimismo de la época: la expectativa de un mundo libre de conflictos hondos volvía innecesaria la tolerancia.

Pocos “signos de los tiempos” acompañan ya a esa expectativa. En efecto, hoy el mundo está atravesado una vez más por disputas territoriales y religiosas, por recesión democrática e incertidumbre respecto del futuro, por una polarización que amenaza con quebrar la convivencia de múltiples comunidades. Sin embargo, aunque la situación haya cambiado, seguimos llevando la mochila de estas miradas recientes sobre la tolerancia. Entre nosotros quedan herederos de Marcuse que creen en una intolerancia liberadora, y quedan también herederos de la idea de que es recíproco reconocimiento lo que necesitamos. Y no es raro que persistan, porque unos y otros se inscriben en el fortísimo relato sobre el progreso que opera sobre la conciencia moderna.

UN DIVORCIO NECESARIO

No puede entenderse nuestra situación –nuestros ideales, pero también la tensión entre ellos– al margen de dicho relato sobre el progreso. No es, en efecto, que en los últimos siglos se haya creído en la posibilidad del progreso y que hoy se pueda constatar en muchos sentidos su realidad (eso es de un sentido común medianamente compartido, aunque haya respuestas divergentes respecto de qué constituye progreso)[10].

La nota distintiva del ideal moderno ha sido más bien la creencia en que con algún grado de necesidad, sea de modo lineal o con tropiezos, este progreso es el rumbo trazado para la humanidad. Ya desde el siglo XVIII esa idea se cruzó con la discusión sobre la tolerancia: en la medida en que una sociedad se modernizara, según una versión de ese relato, se acabaría secularizando, y en la medida en que se secularizara sería más tolerante.

Mill, el caso paradigmático de un liberal progresista, también adhería a una versión de esta ilusión. “A medida que la humanidad progresa, escribía, va constantemente creciendo el número de doctrinas que dejan de ser objeto de discusión”[11]. No cabe duda de que en su propia obra primaba el llamado a mantener la discusión abierta; pero donde ha primado el lado progresista de su herencia, no es extraño que nos encontremos con las tensiones de hoy. Si el progreso consiste en ir descartando posiciones, se dibuja en el horizonte una uniformidad tan marcada como aquella de la que la modernidad pretendía escapar, y un obvio riesgo de violencia respecto de aquellas posiciones consideradas obsoletas y que sin embargo persisten.

Como ha notado John Gray[12], hay aquí una seria confusión: en la ética y la política no se da el tipo de progreso que constatamos en las ciencias, pues en ética y política tratamos más bien con los “dilemas recurrentes” de la vida humana. Quien ignora tal carácter recurrente inevitablemente se lleva malas sorpresas. La tolerancia requiere, después de todo, que tengamos cierta conciencia de la fragilidad de la coexistencia, que no podemos tratarla como un bien ya consolidado para avanzar hacia la siguiente etapa. No es raro, cabe añadir, que se pierda más rápido la paciencia ante ideas que se creía habían quedado atrás. Pero en ética y política las grandes visiones rara vez quedan literalmente atrás: las opciones básicas resurgen ante cada nuevo dilema, para sorpresa de quienes las tenían por condenadas al “basurero de la historia”. Hemos recibido los dos ideales –progreso y tolerancia– como una sabiduría conjunta, pero es hora de notar la tensión que existe entre ellos.

Esto no significa, por cierto, que las causas concretas que suelen identificarse como progresistas –el matrimonio homosexual, o cualquier otro ítem de la actual “guerra cultural”– sean de suyo intolerantes. Pero sí cabe sugerir que cuánto más tales causas son vinculadas con la ilusión de un progreso necesario, tanto más costará a quienes las sostienen comprender siquiera que les queden contradictores.

Tampoco significa –vale la pena subrayarlo– que la intolerancia de hoy sea siempre o predominantemente de origen progresista. En todas partes sigue también existiendo lo que, a falta de mejor título, podemos llamar intolerancia reaccionaria. Pero ésa la reconocemos sin problema. El problema con la intolerancia progresista es precisamente que parece paradójica a quienes han absorbido el ideal unitario de progreso y tolerancia. Eso hace difícil verla y vuelve tentador minimizarla. Quien no quiera quedar sin herramientas para entender la intolerancia de hoy –o al menos esa parte de ella–, tiene que empezar a separar estas dos nociones, por más intolerable que esa posibilidad pueda parecer.