Columna publicada en La Tercera, 29.04.2015

Contra todo pronóstico, un súbito espíritu de consenso se ha ido apoderando de los dirigentes de la Nueva Mayoría. En efecto, quienes construyeron su discurso a partir de la crítica radical a las lógicas de la transición, parecen hoy muy entusiasmados frente a un nuevo acuerdo: el pacto de silencio. Sólo así podemos dar cuenta de las explicaciones absurdas que seguimos escuchando respecto de las boletas emitidas, o de la extraña ratificación del director del Servicio de Impuestos Internos, que está involucrado en el caso. Así, la vieja Concertación ha triunfado cuando menos se la esperaba: la vieja política vuelve por sus fueros. Hay, eso sí, una diferencia relevante: si ayer los acuerdos se explicaban por la fragilidad de una democracia en ciernes, las motivaciones actuales son -¿cómo decirlo?- un poco más pedestres. Así, mientras la Concertación logró conducir con éxito un cambio de régimen político, la Nueva Mayoría nos legará el blanqueo del financiamiento ilegal. Toda una proeza.

La paradoja es, cuando menos, curiosa, y puede explicarse de muchas maneras. La más evidente es, desde luego, el instinto de autoprotección de una clase política que se siente amenazada y -salvo honrosas excepciones- no sabe cómo reaccionar. Pero el miedo no es buen consejero, y por momentos los dirigentes ni siquiera advierten las contradicciones en las que incurren. La más llamativa es la siguiente: al mismo tiempo que todos los actores relevantes reconocen que hay un problema serio de financiamiento, nadie admite haber incurrido en faltas (¿?). Otras veces, éstas se esconden simplemente bajo el manto de la responsabilidad colectiva (Jorge Pizarro, por ejemplo, presidente de la DC, y cuyo hijo, que es funcionario público, emitió millonarias boletas a SQM, ha afirmado que “todos, de una u otra forma, hemos infringido las normas”; lo que en castellano significa que nadie es responsable).

Es evidente que un ambiente permisivo favorece cierto tipo de comportamiento, y también es obvio que los chilenos no nos caracterizamos por un respeto religioso a las reglas. Con todo, refugiarse en la responsabilidad colectiva es la peor de las respuestas posibles frente a la crisis, porque en rigor no es tanto una respuesta como una manera más o menos solapada de arrancar. Hannah Arendt llamaba la atención sobre este punto: cuando renunciamos a ejercer el juicio individual, cuando renunciamos a seguir nuestra conciencia y asumir nuestras responsabilidades bajo la excusa del conformismo generalizado, estamos renunciando a nuestras facultades propiamente políticas: los borregos no suelen fundar ciudades. Dicho de otro modo, una democracia cuyos dirigentes diluyen sus propias responsabilidades en supuestos males colectivos para exculparse es una democracia de papel, porque ésta sólo existe en la medida que haya líderes dispuestos a encarnarla y vivir sus exigencias. Hasta ahora, los políticos parecen más preocupados de salvar su pellejo que de identificar la naturaleza y profundidad de estos peligros. El desafío está allí, disponible para quien quiera asumirlo.