Perfil publicado en la revista IES Punto y coma.

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Hannah Arendt nació en Alemania en 1906, en el seno de una familia judía. Aunque no practicaban la religión, su propia trayectoria y los acontecimientos históricos la enfrentarían inevitablemente a la pregunta por esa identidad.

Se formó como pensadora en las universidades de Marburgo, Heidelberg y Friburgo, vinculándose con filósofos de la talla de Martin Heidegger, Karl Jaspers, Hans Jonas y Edmund Husserl, entre otros. Arendt fue no solo una testigo privilegiada de la fractura irremediable de las dos Guerras Mundiales, sino que experimentó en carne propia el auge del nacionalsocialismo y la experiencia del exilio en Francia y Estados Unidos. Vivió y procesó con singular profundidad los vaivenes sufridos por la humanidad durante el siglo XX. En este convulsionado escenario, su pensamiento y su obra lograron articular ese “mundo compartido” que parecía desvanecerse ante sus ojos.

Su obra es extensa y sus aportes innumerables, aunque probablemente sea en La condición humana donde Arendt alcanza con mayor claridad el estatus de figura imprescindible dentro de la teoría política. En este agudo balance de la humanidad, la filosófa delimita aquellas “generales capacidades” que nos constituyen universalmente como hombres. Asimismo, identifica los elementos característicos de una nueva era que tendió a encerrar al individuo en su propia conciencia. En su aguda descripción de la sociedad moderna, Arendt introducirá su influyente tesis de la “desmundanización”: donde otros solo veían el problema de la secularización, ella observó la pérdida del Padre en los cielos y, sobre todo, del mundo, que termina por encerrar al hombre en un universo creado enteramente por él.

En este contexto para Arendt se vuelve especialmente relevante reconocer la centralidad de la política. En su libro póstumo ¿Qué es la política?, defendió que ésta “trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos. Los hombres se organizan políticamente según determinadas comunidades esenciales en un caos absoluto, o a partir de un caos absoluto de las diferencias”. Con esta definición, Arendt intentaba no sólo reivindicar la política como el espacio de lo común, sino también asegurar el reconocimiento de la diversidad de ese mundo compartido en un momento especialmente amenazante. Así, reconoce que cada persona ocupa un lugar distinto en el mundo compartido, y que cada uno ve y oye desde una posición diferente. Su llamada parece especialmente vigente hoy, pues muestra una consideración por la diferencia que no conduce a la fragmentación en identidades cerradas sobre sí mismas, sino a una afirmación razonada de lo distinto, que obliga a reconocer la centralidad de la vida compartida.

Si en su definición de política la diferencia ocupa un lugar central, también lo hace el tema de la natalidad. Para Arendt, el nacimiento es nada menos que el “milagro que salva al mundo”, la posibilidad esperanzadora de un nuevo comienzo, asegurado por la aparición única e irrepetible de cada ser humano. Se trata de un acontecimiento radical cuya contrapartida es la gratitud por recibir la vida, actitud que se convierte en una alternativa poderosa frente a las corrientes nihilistas contemporáneas. Reconocer lo recibido de manera gratuita –la vida misma, la existencia del hombre y el mundo– ayuda a encontrar un sentido donde éste parecía estar ausente. No es poco para quien, en sus propias palabras, sólo quería comprender.