Columna publicada en La Tercera, 02.11.2016

La Nueva Mayoría ha recibido un golpe brutal. La mayor parte de los pocos ciudadanos que se molestaron en ir a votar en las elecciones municipales, les ha dado la espalda. Y Bachelet, que solo ayer era la política más popular y querida de Chile, se ha convertido en el chivo expiatorio de la derrota. La corrupción alejó ya a sus más cercanos. Ahora sus ministros la dejan. Los partidos de gobierno toman distancia.

La DC la abandona. Hasta los autores de “El otro modelo”, que Bachelet presentó y que fue la base de su programa de gobierno, hoy se desentienden de ella. Como en toda tragedia, aquello que Bachelet más temía -el abandono que ella interpreta como traición, y que muchas veces lo es- se hace presente gracias al propio estilo de gobierno forjado por ese temor.

El gobierno, entonces, naufraga. Sus cercanos arrancan y sus adversarios celebran, eufóricos por su fortuna. Pero no es el primer gobierno que naufraga. Hace no tanto tiempo La Moneda recibía inquilinos nuevos que habían llegado prometiendo, por fin, excelencia. Un “nuevo ciclo”, con una “nueva forma de gobernar”. Y vimos a ese mismo gobierno hundirse en medio de las protestas estudiantiles, perdiendo la agenda legislativa y terminando en ese vergonzoso espectáculo del “Gane Fe”. Naufragio que, por cierto, también fue interpretado por la oposición de esa época como un “giro hacia sus ideas” (fueran cuales fueran).

Luego, el hundimiento de la administración de Bachelet es una historia única en sus detalles, pero repetida en su forma. Y eso nos debe hacer pensar que existe una alta probabilidad de que quien sea que ocupe el sillón presidencial luego de la Presidenta, se encuentre con serios problemas para gobernar (esto es lo que tratarla como chivo expiatorio esconde). También nos debe hacer pensar que el fracaso de los gobiernos no es de naturaleza ideológica: las personas no parecen apoyar o rechazar las políticas implementadas por su significación política, sino por su capacidad para hacerse cargo de los problemas generados por nuestro acelerado proceso de modernización.

Y el problema de estos problemas, que suelen tomar la forma de paradojas, es que no parecen estar siendo correctamente identificados, lo que dificulta la posibilidad de resolverlos, y termina exigiendo una capacidad reflexiva enorme a un sistema político que se muestra altamente incapaz de procesar la complejidad de su entorno.

Por eso sigue siendo más cierto que nunca eso de que a la política le faltan ideas: la política no podrá gobernar un mundo que no logra comprender, y no podrá comprender el mundo si no logra incorporar nuevas categorías que le permitan observarlo.

Así, el escenario sigue abierto. El poder sigue en crisis de autoridad. Las minorías organizadas siguen capaces de capturar la agenda desafiando al Ejecutivo. El gobierno sigue en problemas para definir prioridades. El sistema político sigue a ciegas. Las reformas siguen su desconocido curso, incluyendo la nueva Constitución. Y el sillón presidencial se parece cada día más al trono de hierro.
¡Que pase el siguiente!

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