Columna publicada el 12.11.19 en El Líbero.

La noche del domingo, el ministro del Interior Gonzalo Blumel anunció la decisión del gobierno de iniciar un proceso para cambiar la Constitución. Sin duda que La Moneda ha ganado algunos puntos al embarcarse en un proceso como este: no sólo acoge una demanda que hace tiempo se encontraba latente, actitud más bien excepcional en su gestión de las últimas semanas, sino que también pretende llegar a un resultado en un plazo determinado, siguiendo así un cronograma que impida dilatar el proceso por más tiempo que el necesario, con los costos que eso tiene. Sin embargo, todo esto puede dar lo mismo si es que no precisa pronto cuál será el mecanismo y los plazos de todo el proceso.

Ahora bien, para nadie es un misterio que la empresa no es simple. Y es que, además de los desafíos sustantivos que toda modificación a una Carta Magna supone, el gobierno debe conjugar dos cuestiones que hoy resultan fundamentales.

Por un lado, la necesidad de asegurar la participación ciudadana. Esto importa, sobre todo hoy, porque la clase política no goza especialmente de credibilidad entre los chilenos, lo que cobra aún más relevancia cuando se trata de la Constitución, pues, para ser eficaz, ésta debe descansar sobre un amplio acuerdo. Si ella es la norma base de nuestro ordenamiento jurídico y, por lo tanto, en último término ordena el modo en que nos conducimos como sociedad, entonces es necesario que los ciudadanos la sintamos como propia para aceptar ser regidos por ella. De lo contrario, está destinada a caer en constantes cuestionamientos. La participación, además, puede tomar diversas formas, y no está exenta de riesgos.

Por otro lado, es necesario que el proceso se lleve a cabo ante las instituciones correspondientes, pues el cuidado de la democracia exige de ciertas reglas para que ella no se transforme en otra cosa. Por eso la sociedad ha creado instituciones para sí misma, que permitan el sano desarrollo de la democracia. Así, por ejemplo, definimos los tribunales como el lugar en el que se resuelven los conflictos jurídicos; o el voto como la manera de elegir a nuestros representantes. Nuestra vida democrática simplemente no es posible si no contamos con las instituciones que la posibiliten y tampoco si no las respetamos. El orden social requiere del orden institucional.

Entonces, es valioso que el cambio a la Constitución se produzca dentro de un marco de institucionalidad, y de ahí que convenga diseñar un proceso que, al mismo tiempo que asegure una amplia participación ciudadana, contemple la participación activa del Congreso Nacional. Si bien se encuentra hoy desprestigiado, sí tiene un papel importante que cumplir, pues es la institución llamada a llevar a cabo la deliberación política. La manera en que elegimos a nuestros representantes, el modo en que operan la Cámara y el Senado, los controles internos y externos y, en fin, toda su estructura y funcionamiento están pensados para llevar a cabo esta tarea. Es, por lo tanto, la institución que se ha creado para participar en asuntos como estos. Si ahora la excluimos del proceso de cambio constitucional parecerá como si no tuviera nada que hacer en el nuevo escenario (¿por qué habría que mantenerla ahora al margen y después considerarla sede de la deliberación?), pero nuestra democracia requiere de un órgano deliberativo.

Participación ciudadana e institucionalidad no se contraponen y, aunque difícil, se puede diseñar un proceso que sea capaz de armonizarlas. Ahí radica el desafío del gobierno.