Columna publicada en La Tercera, 18.11.2015

Un terrorista es un tipo de fanático. Un fanático es alguien que ha renunciado a pensar. Alguien que ha renunciado a pensar ha transado su conciencia del mundo a cambio de unas cuantas seguridades dogmáticas. Alguien que ha perdido su conciencia del mundo es incapaz de juzgar casos particulares. Alguien incapaz de juzgar casos particulares no distingue el bien del mal, ni lo bello de lo feo, sino que todo lo subsume a esquemas generales. Quien no es capaz de distinciones morales ni estéticas es un ser humano truncado: el funcionario de una consigna.

Yo quisiera fijar la mirada sobre el fanatismo, porque creo que es la mayor amenaza a la civilización occidental, construida sobre la duda. Y no es una amenaza externa. La renuncia al pensamiento, como nunca antes desde la Guerra Fría, se extiende hoy por nuestras universidades, envenena las redes sociales, degrada la esfera pública y contamina la política. Es como si del relativismo radical de los 90 hubiéramos derivado al desinterés por la opinión ajena, luego a su desprecio y finalmente al odio.

El efecto de no pensar es que la diversidad de lo público se vuelve no sólo irrelevante, sino que peligrosa, intolerable. Por eso el gran enemigo de los fanáticos es la sociedad civil constituida en la esfera pública: es lo que los terroristas intentan abolir mediante la violencia y el miedo. Pero también es lo que otros fanáticos intentan reducir al esquema estatal o mercantil.

Muchos, frente al horror de París, comentaron “por suerte Chile está lejos de eso”. Y es cierto que estamos lejos del terrorismo de fanáticos islámicos, pero no del fanatismo. De hecho, tenemos un gobierno que, convencido de que lo público es lo estatal, está dispuesto a dañar el sistema universitario para controlar el presupuesto de la mayoría de las universidades y privilegiar a aquellas cuya gracia es ser estatales. Un gobierno que, a la vista de todos, está dispuesto a dejar sin hospitales a los ciudadanos con tal que no los construyan ni administren “los privados”, tal como prefiere dejar sin casas a los damnificados del norte con tal que no las costruya una organización civil como “Techo para Chile”. Un gobierno que, de hecho, ni siquiera pretende mejorar el estado semi-profesional, politizado y poco transparente que tiene Chile, sino simplemente hacerlo crecer lo más posible bajo la idea de que si es estatal, es bueno.  

Frente a este gobierno y su yihad estatista, eso sí, apenas hay una oposición razonable. Y no la hay porque la derecha sigue atrapada en un fanatismo de signo contrario al del gobierno que tiende a reducir lo público al mercado y porque las tradiciones de izquierda no estatista se encuentran intelectualmente muertas, al igual que las socialcristianas, las liberales no economicistas y las conservadoras. La esfera pública, el espacio de la duda, la diversidad y la tolerancia, no parecen tener muchos defensores por estos días. La incertidumbre del momento histórico que vivimos, en vez de ser asumida como una oportunidad reflexiva, parece querer ser conjurada mediante puritanismos anclados en pasiones tristes.

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