Columna publicada en Pulso, 15.06.2015

En “Pastoral americana”, la célebre novela de Philip Roth, se relata la historia de Seymour “Sueco” Levov, un hombre que, procedente de una familia judía de Newark, encarna las tensiones internas del sueño americano. Nieto de un inmigrante que tuvo que forjarse su futuro desde cero, ha visto el rápido ascenso y la caída estrepitosa de una vida con sentido. Levov, atleta ejemplar durante la secundaria, heredero de la fábrica de guantes de su padre y rico empresario preocupado de dar trabajo en su ciudad natal, ve cómo las revueltas estudiantiles, las protestas antibélicas y otras manifestaciones sociales de los años setenta no constituían hechos aislados, sino manifestaciones de una crisis en la sociedad estadounidense de su época.

Merry, única hija del primer matrimonio del Sueco, se convierte en una revolucionaria que quiere destruir el mundo burgués del capitalismo. Su extremismo terrorista hace volar en pedazos la apacible vida de su padre, quien pasa el resto de sus días buscándole sentido a esa destrucción.

La novela, como toda buena literatura, no es solo la historia de dos personas que buscan definir su identidad, sino que sus vidas cotidianas reflejan un quiebre social mucho mayor: la crisis de Seymour y de Merry es el correlato específico de un país que vio empañarse el nítido futuro que tenía por delante.

Tal como el protagonista de Roth, los chilenos estamos desorientados. Miramos hacia atrás y no sabemos dónde se originó el problema que nos tiene sumidos en una crisis cuya profundidad nadie sospechaba. En “Pastoral americana” es el narrador, un escritor maduro que conoció de joven al Sueco Levov, quien contempla desde fuera una vida de apariencias perfectas, pero cuyas grietas, invisibles a simple vista, escondían un profundo malestar.

La construcción de un relato es terapéutica, pues otorga un hilo conductor a hechos que parecían no tener causas y consecuencias claras y una seguidilla de acontecimientos logran articularse en la ficción, y los hechos se pueden contemplar, entonces, en su justa medida. El ataque terrorista cometido por su hija ya no se intenta esconder (para no sufrir los dolores que nos revela) ni ocupa toda nuestra atención, sino que se observa desde cierta distancia, comprendiéndolo sin minimizar su importancia. Aquello que los personajes pensaban que había destruido el sueño americano se convierte en un escollo que, sin minimizar su relevancia, obliga a detenerse a observar, tomar aire y proseguir el camino con un objetivo concreto.

En chile no podríamos estar más lejos de un sueño nacional que nos interpele a todos. La crisis actual comenzó a revelarse como desconfianza en personajes e instituciones concretas, pero se extendió rápidamente a una crisis política e institucional generalizada. Hoy nadie sabe muy bien a dónde vamos. Síntomas de esa desorientación hay varios: el 21 de Mayo, lo que debería ser un rito republicano que marca una pauta y define los pasos a seguir, pasó sin pena ni gloria. El liderazgo de Bachelet, que hace menos de dos años se creía el único elemento capaz de sacar al país del marasmo, no mueve a nadie. Por la derecha, a la falta de liderazgos se suman las pugnas internas, donde incluso la búsqueda de reflexión ha sido tomada por aliados naturales como traición, revisionismo o iluminismo de unos pocos. Parece que no hay ni ganas de plantear una salida a la crisis.

No cabe duda que falta un proyecto común. Lo decía Gutenberg Martínez a fines del año pasado: no tenemos un proyecto nacional, una disposición positiva de creación conjunta. Probablemente el último momento donde primaron los acuerdos de una mayoría de la nación fue durante la transición. Sin embargo, una vez lograda una democracia procedimental, pareciera que lo consideramos suficiente y dimos vuelta la página. Ahora que todos votamos, cada uno a lo suyo. Incluso más: algunos intentan renovar la política rechazando un pasado que fue difícil, tuvo matices y esfuerzos de todos. Se ha instalado la idea de que los consensos implican una cesión de las verdades más fundamentales de justicia e igualdad, que la democracia de los acuerdos significó sacrificar el purismo que necesitan los derechos humanos y la lucha contra la dictadura. En vez de involucrarnos en ese relato común, en una historia, hemos preferido llenar el escenario de mitos. Como consecuencia, el debate político y comunicacional se lo han tomado ciertas posiciones ideologizadas y partisanas, que no pueden sino conducir al hastío de muchos con la cosa pública.

No sorprende, por tanto, que en un país como el nuestro, con deficientes hábitos lectores, no echemos en falta un relato que logre convocar y que se oriente a la acción. La falta de empatía de los políticos con los intelectuales, la ausencia de diálogo entre quienes piensan distinto y la concentración del poder económico y político en ciertos grupos endogámicos de la capital son problemas que, sin un proyecto alternativo, seguirán presentes. Elaborar un proyecto que sirva de “sueño chileno” permitirá poner en perspectiva el camino recorrido y compartir un proyecto. Si replanteamos el principio de subsidiariedad, si reflexionamos sobre el rol del Estado y del mercado, si nos hacemos herederos de los méritos de nuestra historia reciente y nos comprometemos con los desafíos que Chile enfrenta en los sectores excluidos del desarrollo, qué duda cabe que podremos acercar posiciones para actuar con más responsabilidad en el futuro.