Columna publicada en El Líbero, 10.05.2016

Errática. Así ha sido la actitud de la derecha frente al proceso constituyente impulsado por el gobierno, en especial durante las últimas semanas. Las cúpulas partidarias y dirigentes emblemáticos, como Andrés Allamand, llaman a la abstención y a la denuncia ante lo que consideran una burda manipulación; mientras Felipe Kast, Jaime Bellolio y Manuel José Ossandón ―en una curiosa alineación― invitan, sin perjuicio de la crítica, a participar activamente en los cabildos ciudadanos.

¿Cómo se explica esto?

Una posibilidad es, desde luego, atribuir el panorama descrito a los males endémicos de la oposición. Después de todo, el espíritu de fronda, la improvisación y cierto amor desordenado por el statu quo nunca han sido los mejores amigos del trabajo propositivo y mancomunado. Sin embargo, sería iluso creer que dicho panorama se explica únicamente por los problemas de siempre (y, por lo mismo, la propuesta constitucional de Chile Vamos puede ser una buena noticia, pero en ningún caso la solución a todas las dificultades de la coalición). Veamos.

En primer lugar, cabe señalar que la situación no es fácil para la derecha. El proceso constituyente amerita múltiples dudas y reparos (basta recordar las fricciones entre el Consejo de Observadores y el gobierno), pero de ellos no se sigue necesariamente la sola denuncia. De hecho, bien puede pensarse que la fiscalización y la crítica exigen involucrarse en el proceso; y que la omisión, en cambio, aumenta los riesgos involucrados (¿alguien cree que el proceso constituyente se detendrá por el malestar de Chile Vamos?). Por lo demás, la sensación de crisis política y los sucesivos escándalos, públicos y privados, han terminado de horadar la credibilidad de nuestras instituciones, y en este cuadro parece muy difícil eludir un debate que apunta a los cimientos de nuestra vida política. Para pesar de los utópicos, nada permite concluir que la población anhele una refundación o algo semejante, pero todo indica que sí se desean cambios ―a veces con buenas razones―, en éste y otros ámbitos.

Con todo, la principal dificultad va por otro lado, y dice relación con lo que podríamos llamar la ruptura de los consensos. Las movilizaciones del año 2011 y sus variadas interpretaciones provocaron una desorientación generalizada en la elite política, y la derecha sólo ha sido la cara más visible de ese proceso (aunque la DC y su amor-odio con la Nueva Mayoría no se quedan muy atrás). Si se quiere, en un lapso de tiempo muy breve se instaló en Chile la pregunta por la legitimidad y la justicia de nuestras instituciones, y las respuestas que antes parecían obvias ya no son suficientes en la actualidad. En este sentido, la cuestión constitucional se enmarca en un contexto más amplio, y sin hacernos cargo de él, aunque sea someramente, será difícil encontrar el camino idóneo en cualquier discusión política de envergadura.

En suma, urge un diagnóstico adecuado sobre nuestra situación. Los más difundidos hasta ahora, aunque plausibles en alguna medida, suelen ser demasiado parciales, o derechamente partisanos (crisis del modelo, igualitarismo tiránico, carácter tramposo de la Constitución). De esta manera, no debiera sorprendernos que al momento de indagar en las causas de la bullada crisis no exista ninguna clase de acuerdo: para orientarnos, primero tenemos que ser capaces de escucharnos y mirar con honestidad al Chile de hoy.

Contribuir a este imprescindible ejercicio, por cierto, es el propósito del libro Nos fuimos quedando en silencio. La agonía del Chile de la transición, de Daniel Mansuy (IES, 2016). Esta obra, de próxima aparición, intenta ofrecer una renovada comprensión política del presente, a partir de una lectura crítica de la transición y sus raíces: el nuevo orden promovido por Jaime Guzmán y los economistas de Chicago, a grandes rasgos consolidado por los gobiernos de la Concertación.

Desde luego, ni éste ni ningún otro libro acabará por sí solo con la confusión de nuestra elite dirigente, menos de la oposición; pero dicha confusión muestra (una vez más) que la política, si bien no se restringe a las ideas, sin duda las necesita. Esta actividad requiere una buena dosis de pragmatismo, pero también, y quizás antes que todo, concebir y proponer planes para la polis. A fin de cuentas, sin ellos se está condenado a dar palos de ciego, tal como ―volviendo a nuestro punto de partida― pareciera manifestar la errática performance constitucional de la oposición.

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