Columna publicada en La Segunda, 19.12.2017

A la hora de ser Presidente, pocas cosas son tan relevantes como establecer prioridades claras. Pero, sobre todo en el volátil Chile actual, dichas prioridades exigen una justificación en términos de justicia y legitimidad política. Y ahí quizás radica el principal desafío de Sebastián Piñera.

Por de pronto, sólo un discurso político coherente le permitirá hacer frente a una izquierda que, tal como ya adelantó Giorgio Jackson el domingo en la noche, tendrá escaso ánimo constructivo. El derrumbe del otro modelo es indudable si contamos los votos (el legado más patente de Michelle Bachelet será volver a entregarle la banda presidencial a Piñera); pero un fracaso electoral no implica una derrota cultural, y viceversa. El discurso de los derechos sociales gratuitos y universales, que llegó para quedarse, requiere una respuesta proporcionada y en el mismo plano de la discusión. La invocación a la unidad y a los acuerdos puede ser útil e incluso necesaria en determinados momentos, pero no basta para indicar un rumbo diferente, ni menos para fijar el norte del futuro gobierno.

Además, un discurso propiamente político es crucial considerando la relativa diversidad que hoy exhiben los sectores de centro y derecha. Esa diversidad en principio es positiva —después de todo, haber aglutinado en un solo equipo a los Kast y a Ossandón fue uno de los méritos de Piñera—; pero sin una narrativa consistente aquella diversidad puede convertirse en un dolor de cabeza (lo ocurrido con la gratuidad es el mejor ejemplo). Urge una articulación virtuosa que permita canalizar y potenciar los aportes de conservadores, liberales y socialcristianos en un proyecto genuinamente compartido, que saque a relucir lo mejor de estas distintas sensibilidades.

Esto último se relaciona con otro motivo para tomar en serio el tan comentado como incomprendido asunto del relato. A estas alturas existe cierto acuerdo en que la derecha de los 90 —por motivos que deben continuar siendo explorados— subrayó en exceso la defensa de la libertad económica, olvidando el imprescindible complemento con otros criterios de orden social. Desde luego, no se trata de negar el indudable valor de las libertades personales, sino más bien de hacerlas posibles. Es decir, de apreciar y proteger los marcos más amplios en que ellas se despliegan. Esto ya lo han entendido Mauricio Rojas y alguna parte del piñerismo: de ahí las invocaciones a los invisibles, a la solidaridad, al rol social de la familia y a la protección de la clase media vulnerable. Pero ahora llegó el momento de demostrar que esas intuiciones pueden dar paso a un proyecto político de largo aliento.

Si así fuera, Sebastián Piñera podría pasar a la historia por algo más que ganar elecciones.

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