Columna de Rodrigo Pérez de Arce publicada el 06.01.19 en The Clinic.

“Chilenos se pensionarían con el 100% de su sueldo en 2020”, arrancaba una nota de El Mercurio en el lejano año 2000. Hoy ese titular se nos hace amargo, incompleto, engañoso. Después de todo, fueron muchos los que creyeron que, si cumplían las reglas, tendrían una pensión que permitiera cubrir las necesidades de la vida. Vencido el plazo, nos sonroja (como mínimo) la gran cantidad de adultos mayores que no tiene cómo llegar a fin de mes. La promesa incumplida del sistema de pensiones chileno –basado principalmente en las AFPs– es probablemente uno de los componentes centrales para entender el jaque en que se encuentra el modelo.

Esto pasó por varios motivos, que diversos expertos han resaltado. Que faltó densidad en las cotizaciones; que el mercado laboral no daba; que la informalidad era excesiva; que la expectativa de vida era cada vez más alta; o que el porcentaje del aporte individual era muy bajo. El hecho concreto es que las pensiones son insuficientes: se dedican a cubrir medicamentos y créditos de consumo, u –horror– créditos de consumo para cubrir medicamentos, alargando el agobio de viejos cada vez más pobres, solos y endeudados. Ni la política ni las propias administradoras advirtieron a tiempo el problema, y hoy se demanda un sacrificio mayor al que se pudo haber realizado antes. Muchos quieren al sistema completo ardiendo en la plaza pública.

Pero, además, hay una premisa que subyace a las AFP y al modelo centrado de manera casi exclusiva en la capitalización individual. A pesar de su importancia, pocas veces se considera: la vejez se ha planteado como un proyecto (y un problema) precisamente individual. De ahí que la pregunta por las pensiones, aunque crucial, se quede corta. Más bien, hay que insertar esa discusión en cuál es el espacio que tiene la tercera edad en el tejido social, agregando a los graves problemas materiales una serie de dimensiones escasamente recogidas en nuestra discusión pública. Viejos solos, deprimidos, maltratados, además de pobres. Todos los indicadores de suicidio en adultos mayores nos dejan perplejos, como un país ganador que tuvo que olvidar a sus antecesores, porque hacia los terrenos que colindan con la muerte no hay crecimiento. Las condiciones materiales son insuficientes para captar ese problema.

El rásquese con sus propias uñas no solo nos deja pobres, sino que nos desvincula del todo social, del mundo compartido. Hace que el problema de la vejez sea una elección de asilos, de remedios, de plata y de porcentajes. Transforma un desgarro cultural en un tema de indicadores, porque es más cómodo no pensar en el espacio que ocupan los débiles en la sociedad, en particular, a los que debemos todo. La pregunta por la vejez debiera interpelarnos a todos en distintos niveles. Tenemos una deuda con los mayores, pues ellos configuraron –y configuran todavía– el mundo que habitamos. Hemos olvidado que la vida social descansa en un pacto intergeneracional, y recordarlo no es sólo un asunto de justicia, sino también es el rescate de lo propio y compartido. La tarea excede las capacidades del Estado: este no puede recomponer el vínculo social, ni sanar por sí solo las heridas que la sociedad se autoinflinge al omitir a los viejos del mundo común.

Dignidad es una de las palabras que más resuena del estallido social, la que quizás se repitió más en las pancartas. Esta descansa sobre todo en las interacciones entre ciudadanos, esas relaciones cara a cara donde la dignidad se confirma o realiza. Las sociedades se construyen sobre tales relaciones, y en ellas se perciben las discriminaciones y diferenciales de poder; pero también la valoración y el respeto por aquello que es relevante para esa misma sociedad. Resituar la vejez como una experiencia común–finalmente, muchos llegarán a ser viejos–, así como recuperar el sentido de la deuda, es indispensable en la construcción de ese horizonte compartido que, al parecer, se extravió.