Columna publicada en Pulso, 06.02.2015

La Presidenta Bachelet presentó un nuevo proyecto de ley para despenalizar el aborto en tres casos: inviabilidad fetal, riesgo para la vida de la madre y embarazos por violación. Si bien dichas causales han sido profusamente discutidas durante los últimos años, el contexto actual ofrece nuevos matices: una mayoría parlamentaria eufórica por legislar y un gobierno que no ha podido enfrentar a las instituciones que han defendido su autonomía al respecto. Mientras tanto, la opinión pública se enfrasca en debates secundarios sin responder la pregunta central: ¿cuál es la categoría bajo la cual consideramos al feto en desarrollo?

No es casualidad que el anuncio del sábado pasado contara con la presencia, en un lugar protagónico, de las ministras de Salud y del Sernam. Esto porque durante años se ha señalado que una ley de aborto terapéutico no solo solucionaría un problema de salud, sino también un problema “de equidad de género”. El programa de gobierno ya anunciaba que se legislaría su despenalización para “promover políticas destinadas a reforzar la autonomía de las mujeres”. Esa doble demanda, por tanto, exige ver cuáles son las necesidades reales en salud y autonomía y cuáles son los valores enfrentados.

Vamos por parte. Considerar la necesidad del aborto en estos tres casos como una deuda de salud exige suponer que su prohibición pone en riesgo la vida de las mujeres. Sin embargo, la evidencia empírica afirma lo contrario: todas las cifras disponibles sitúan a Chile como el segundo país con menor riesgo de mortalidad materna de todo el continente, después de Canadá, con 16 muertes cada cien mil nacidos vivos. Por otro lado, la ciencia médica es unánime al declarar que desde la concepción hay un ser humano en gestación, protagonista de su propio desarrollo y que se diferencia de nosotros únicamente por estar en una etapa previa. El núcleo de la discusión -como ha destacado en numerosos debates el gineco-obstetra Sebastián Illanes- está, por tanto, en si ese ser humano es sujeto de derecho y si merece un respeto irrestricto de su vida. El proyecto de ley esquiva esas preguntas y presenta como equivalentes casos muy distintos. Cuando hay riesgo de vida de la madre no es necesario legislar, pues la práctica médica no niega a una paciente el derecho a un tratamiento que busque sanarla de una dolencia, aun cuando aquel suponga riesgo para el feto. En el caso de violación, los partidarios del aborto no han explicado por qué un embarazo producido en un contexto de brutal agresión permitiría dejar de lado el derecho a nacer de aquel niño en gestación. Eso, sin tomar en cuenta que, según el doctor Elard Koch, permitir el aborto en casos de violación (sin tomar en cuenta las dificultades legales del caso) puede perpetuar el círculo de violencia al aumentar la impunidad de los violadores.

Ya que el respeto irrestricto a la vida del no nacido no supondría un problema de salud, cabe entender entonces que se busca mayor autonomía: la decisión de continuar o no con el embarazo sería solamente de la madre. Si ella no quisiera continuar, ¿por qué, entonces, limitar el aborto a situaciones extraordinarias? ¿Por qué no discutir sobre el aborto a secas, dejando realmente un espacio de libre decisión? Al parecer, el proyecto mismo entiende que ahí estamos en presencia de una persona, y los valores esgrimidos tímidamente en pos de la autonomía no serían suficientes para cambiar la actual legislación.

Esta discusión ha estado aliñada por los cruces entre el Gobierno y opositores al proyecto, ya que incluye una variante acerca de la objeción de conciencia. Las declaraciones del doctor Ignacio Sánchez han caído mal en parte de la izquierda. Sus afirmaciones de que los médicos de la Red UC no podrán realizar abortos suscitaron reacciones airadas de parlamentarios oficialistas como Gabriel Silber y Fulvio Rossi, entre otros, quienes dijeron que la ley regía para todos y debía cumplirse. Pero esta reacción abre nuevas dudas, pues si estamos hablando de despenalización, ¿puede el Estado obligar a los doctores a realizar aborto en recintos no dependientes de él, o negar el financiamiento a una institución como el Hospital Clínico de la UC si no se efectuaran allí abortos? Resulta difícil pensar un país donde todos los organismos intermedios que componen la sociedad están obligados a dejar de lado sus convicciones e ideas más profundas para cumplir con un pluralismo mal comprendido, que obliga a licuar la identidad de una institución para cumplir con la ley.

Por lo visto, no es errado pensar que el proyecto presentado por el Ejecutivo busca abrir una puerta para posteriores casos de aborto, poniendo sobre el tapete demandas que no tienen relación (como el riesgo vital para las madres, bajísimo en Chile, o las cifras negras del aborto, siempre dudosamente altas, según los estudios del instituto Melisa) para conseguir una agenda particular. Así pasó, por ejemplo, en el Reino Unido, donde para legalizar el aborto se adujeron razones similares a las que aquí se han mencionado: hoy, más del 98% de los 200 mil abortos que se realizan allí tienen como causa “razones sicológicas”.

Al parecer, habrá que pedirles al Gobierno y a los parlamentarios que, tal como pidió la Presidenta durante su discurso del 21 de Mayo, se promueva un debate maduro e informado que responda la pregunta esencial de este debate: ¿cuándo comenzamos a darle derechos a ese ser humano en desarrollo?