Reseña publicada el miércoles 27 de octubre de 2021 por Ciper.

Sobre el libro Por una vía «chilena» a la plurinacionalidad. Intervenciones de una década (2010-2020), de Salvador Millaleo (2021, editorial Catalonia). Prólogo de Sonia Montecino.

Uno de los puntos que más revuelo genera hoy en el debate público y en la misma Convención Constitucional es el reconocimiento explícito de los pueblos indígenas y la posibilidad de establecer la plurinacionalidad del Estado de Chile. El nuevo libro de Salvador Millaleo busca ofrecer ideas y propuestas en esa dirección, y en un tema sobre el que hasta ahora circulan apenas columnas y consignas, es importante atender a una publicación que busca una discusión más sustantiva.

Salvador Millaleo es un abogado mapuche y doctor en Sociología. Comprometido con su cultura de origen, ha divulgado su trabajo académico en libros y revistas, desarrollando un análisis histórico-político del conflicto entre el Estado de Chile y su etnia que muestra que todavía quedan varios cabos sin atar. Lo anterior es importante, pues aún no existe ni siquiera algo así como un diagnóstico compartido. En este contexto, miembros de la intelectualidad indígena tales como José A. Marimán, Pedro Cayuqueo y Eliucura Chihuailaf, entre otros, han intentado ilustrar que nuestros pueblos ancestrales no sólo poseen una concepción diferente del territorio, sino de cómo se integra la vida en él.

El libro se compone de 31 textos, entre ellos columnas y breves ensayos publicados durante diez años (2010-2020) en medios digitales tales como El Mostrador y El Quinto Poder. En el prólogo, la destacada académica Sonia Montecino destaca la descripción de «las interdicciones que los movimientos indígenas —especialmente el mapuche— plantean al Estado y a la sociedad chilena». Pero además el libro de Millaleo consigue algo bastante importante: ofrece propuestas concretas.

La intención principal del autor pareciera ser explicitar la demanda por autonomía política de los pueblos originarios, que en su particular interpretación constitucional se traduce en la necesidad de avanzar hacia aquello que llama «plurinacionalidad»; es decir, hacia un arreglo institucional que concede espacios de autogobierno, formas de representación y determinados derechos a grupos culturales, pueblos o naciones. Todo cobra un sentido especial cuando se recuerda, en palabras de Stuchlik [1], que la comunidad mapuche no se siente organizada como unidad política administrativa, y que además su sentido de representación y delegación de autoridad es poco desarrollado. De hecho, en parte debido a que no contaban con una organización centralizada es que españoles y chilenos tuvieron tanta dificultad en su conquista. Como ha apuntado Rolf Foerster [2], cabe agregar que fue en razón de los enfrentamientos con el colonizador que muchos grupos dispersos adquirieran ribetes de unidad.

Millaleo explica que esta unidad ha ido acrecentándose debido a una lógica militar, pues desde la década de los 90 el Estado nacional ha basado su «estrategia» en la apelación al Estado de Derecho y en la penalización de los mapuches a través del uso de la Ley Antiterrorista. Y estos últimos, mientras tanto, habrían ido sistematizando una verdadera «cultura de la resistencia» (p. 31), constituyendo «un movimiento social en la sociedad civil que tiene una referencia claramente identitaria de base etnonacional» (p. 31). En ese sentido, la demanda entablada sería lo que se ha denominado como «derecho a la autodeterminación» (doctrina teorizada a principios de los años 90 por intelectuales mapuches como José A. Marimán). Millaleo comparte esa visión. La autodeterminación, en palabras del autor, sería realizable «mediante la transformación de las áreas de desarrollo indígenas en regímenes autonómicos» (p. 69). En esos pasajes, el libro deja la impresión de que este proceso funcionaría en dependencia del Estado chileno, el cual deberá brindar soporte técnico, económico y su rol mediador.

Es a la hora de precisar las modalidades cuando surgen muchas preguntas. En efecto, esos regímenes autonómicos —pero no autosuficientes— incluirían ámbitos como «educación, salud, planes de desarrollo, planes reguladores, vivienda, planificación urbana, políticas rurales, tributos, entre otros» (p. 69). Pareciera sugerir, entonces, que la revindicada autonomía es más que relativa, porque se espera que sea el Estado el que apoye todas esas (necesarias) dimensiones. Si esto es plausible, entonces estaríamos frente a una propuesta de autonomía dependiente. Es posible que esto tenga motivos: después de todo, si el Estado chileno ha contraído una deuda, es necesario pagarla. Sin embargo, esta cuestión merecería al menos ser tematizada, pues puede ser fuente de profundos conflictos y malos entendidos. No es una dificultad menor, ya que este mecanismo impediría llegar a las alternativas extremas, tales como la secesión del territorio. Ahí cabe preguntarse por qué la demanda es por autonomía dependiente y relativa, y no por autonomía absoluta o, de plano, secesión del territorio —como se exige en Cataluña o el País Vasco—. Es como si el movimiento etnonacional reconociera que en cierta medida el desarrollo de sus comunidades necesita de la ayuda —al menos económica— del Estado chileno; del mismo Estado colonizador del que tanto se pretende distinguir.

Más allá de esa paradoja, Millaleo describe el concepto de plurinacionalismo como «Estados cuyos diseños institucionales reconocen diversas naciones o pueblos dentro de un mismo orden constitucional» (p. 80). La idea, según el autor, contrastaría con la tradición de la «democracia unitaria». Al respecto, también se explica que uno de sus elementos integradores, además de la autonomía territorial y de los derechos colectivos, sería el «pluralismo jurídico», el cual es descrito como una modalidad en la que el Estado ya no es «la única fuente de reglas», sino que se reconocen «esferas para otras jurisdicciones y otros poderes normativos de la sociedad, tales como los sistemas jurídicos indígenas» (p. 81). Por tanto, todo indica que en la práctica la plurinacionalidad vendría a complejizar el ordenamiento jurídico en sus diversas aristas—todas aquellas en que la plurinacionalidad aplique—, empoderando a abogados e intérpretes jurídicos étnicos. La primera duda que surge es cómo se coordinarían los distintos sistemas legales indígenas con el nacional y en quién recaería la superintendencia directiva, correccional y económica de tales. Con todo, no es difícil advertir que crear distintas jurisdicciones y ponderar sus territorios y competencias, como se propone, podría implicar una bajada práctica problemática: principios, normas y procedimientos podrían colisionar entre sí, generando problemas de competencias o incluso yendo contra los postulados del sistema jurídico superior.

Por otro lado, la noción de plurinacionalismo esbozada por Millaleo podría ser complementada y perfeccionada con elementos de otras tradiciones que, de la misma forma, tienen como objetivo buscar el máximo desarrollo de las comunidades organizadas en distintos centros de poder. Bien podría el autor rescatar otras fuentes normativas para robustecer su propuesta, tanto en lo teórico como práctico —véase una reseña a la teoría policéntrica de Elinor Ostrom o a la subsidiariedad según Chantal Delsol—. Esto es importante, ya que, tal como está esbozada, su propuesta carece de ciertos cuidados y prevenciones imposibles de ignorar.

En efecto, y a título ejemplar, a continuación se elabora un listado con interrogantes y cuestionamientos de cierta importancia:

  • La propuesta de Millaleo no menciona qué factores o circunstancias habilitarían a las personas para quedar sujetas a una determinada jurisdicción autónoma. ¿Sería por etnia, residencia, domicilio? ¿Otra cosa? ¿Autoidentificación? ¿Autoidentificación a conveniencia?
  • Tampoco se hace referencia a si se podrían crear nuevos territorios autónomos o si estos serán estáticos en el tiempo. ¿Es esto una reflexión en exclusivo sobre los pueblos originarios, o se pretende que algo remotamente semejante pueda aplicarse a otros grupos?
  • No se describe cuál es el canal por el que dialogarán las distintas jurisdicciones. De hecho, no se tiene en cuenta que hoy mismo la coordinación entre nivel central y subnacional es un problema.
  • Tampoco se explicita cuál es el derecho que legitima al territorio autónomo a exigir recursos de otras comunidades o al Estado central del que se pretenden distanciar.
  • No se explica si en caso de que se asienten «pequeñas tiranías» en algunos territorios el Estado central podría intervenir. ¿Cuáles serían los mecanismos de control?
  • No aparece ni la más mínima elucubración respecto de lo que pasaría con las personas que deban ser despojadas de sus propiedades por políticas de devolución de tierras (y esta omisión es algo recurrente en este tipo de literatura [3]).
  • No se explica por qué, si el autor apela a la imparcialidad del Estado (p. 105), debería este promover a la cultura mapuche y a los pueblos originarios. ¿Por qué no la de los colonos también? ¿No sería una contradicción que un Estado imparcial promueva ciertas formas de vida? ¿Cómo se resuelve esta aporía?
  • No se hace referencia respecto de qué sucedería en casos en que la legislación de los pueblos originarios infringe derechos fundamentales de sus propios integrantes. Recordemos, por ejemplo, cuando mujeres rapanui salieron a manifestarse en contra de todas las formas de violencia, pidiendo la modificación de la llamada Ley Pascua, cuyo artículo 13 contemplaba penas inferiores al grado mínimo de los señalados por la ley para delitos sexuales u homicidios. Si bien el Convenio 169 de la OIT es claro al señalar que las costumbres o instituciones propias solo podrán ser conservadas mientras no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el régimen sistema jurídico nacional y con los derechos humanos reconocidos por el sistema internacional, no se ha manifestado ninguna aclaración por parte de las comunidades indígenas al respecto.
  • Tampoco se toma en cuenta la diversidad religiosa del mundo mapuche. En ese sentido, si el ordenamiento jurídico propio busca promover una cosmovisión en particular, ¿cómo se relacionará con los recurrentes atentados que sufren los lugares de culto de mapuches católicos y evangélicos? ¿Podrán contar con la imparcialidad de su propio ordenamiento jurídico?
  • Otro tema del que surgen interrogantes es respecto a la esencia de la autodeterminación. ¿No supondría la aplicación de este Tratado (C.169) una sujeción de los pueblos originarios a la legislación internacional y, por consiguiente, a una socavación de su autonomía? Pareciera que casos como el de la «Ley Pascua” sugieren algunas contradicciones con determinadas prácticas culturales de los pueblos originarios.
  • En relación con el punto anterior, es pertinente preguntar si se aplicaría el Convenio 169 en su totalidad o sólo a medias.

Pese a que estas interrogantes hacen tambalear la propuesta de Millaleo, el autor plantea un punto clave que quizás sirva para avanzar hacia la resolución del conflicto o al menos su atenuación: sugiere que la «solución política pasa por la construcción en el largo plazo de una institucionalidad legítima para que los indígenas planteen y resuelven sus demandas dentro de ella» (p. 105). Es difícil no concordar en esto. Si no se da cierto espacio de autonomía, el conflicto seguirá escalando en intensidad y duración. Habrá que ver cuáles serían las condiciones para llegar a un acuerdo. Con todo, debe advertirse que este proceso exigirá una condición sin la cual no se podrá avanzar: la exclusión radical de los métodos terroristas como instrumentos de reivindicación cultural y territorial. ¿Logra la posición de Millaleo alejarse del etnonacionalismo que subyace a esas prácticas, del mismo modo que se distancia del «Estado unitario»? Ese momento será clave: si el proceso funciona, y la violencia continúa,  entonces será revelado el tipo de intereses subyacentes que estos grupos violentistas reivindican; es decir, quedará al descubierto si su causa es en realidad un llamado de justicia por la deuda histórica, o si se trata simplemente del actuar de grupos delictuales dedicados al robo de madera, narcotráfico y otros. Si este proceso de reorganización de las relaciones entre Estado-etnias va en buena dirección y los atentados terroristas siguen, el gobierno de turno ya no tendrá excusas para no combatirlos con todos los medios legítimos del caso. En una democracia la violencia nunca puede conferir ningún derecho.

Para finalizar es conveniente recordar la advertencia del historiador Gonzalo Vial. Reconociendo la deuda histórica, recriminaba sin complejos a la sociedad chilena no haber respetado a la cultura mapuche «porque no la ha sabido entender; es más, tampoco ha tenido interés en hacerlo» [4]. Es una cultura que en varios aspectos posee gran valor,  tal como la de nuestros otros pueblos originarios, y debemos trabajar para demostrarlo y desarrollar sus múltiples potencialidades. Sin embargo, como intenta comunicar esta reseña, elaborar los mecanismos adecuados para preservar la cultura mapuche requiere de más sofisticación que buenas intenciones. De lo contrario, las consecuencias pueden desembocar justamente en todo aquello que se busca superar.

NOTAS Y REFERENCIAS

[1] STUCHLIK, Milan (1964). Rasgos de la sociedad mapuche contemporánea (Santiago: Ediciones Nueva Universidad), p. 52.

[2] FOERSTER, Rolf. «Sociedad mapuche y la sociedad chilena: la deuda histórica», en Polis, 2 (2002). [Ver].

[3] Ver, por ejemplo: MARIMÁN, José (2021). Autodeterminación. Ideas políticas mapuche en el albor del siglo XXI (Santiago: Lom); LLAITUL, Héctor y ARRATE, Jorge (2012). Wichan. Conversaciones con un waychafe en la prisión política (Santiago: Ediciones Ceibo).

[4] De VIAL, Gonzalo, ver las columnas «El tema mapuche» y «Más sobre el tema mapuche», en Gonzalo Vial. Política y crisis social (Santiago: Ideapaís, 2020).