Columna publicada el 02.10.19 en The Clinic.

En pocos meses se ha vuelto costumbre escuchar al profesor José Maza opinar de todas las facetas posibles de la actualidad. El rating que le dio el eclipse hizo de él una figura conocida a nivel nacional; pero, en vez de utilizar su fama para educar en asuntos relativos a su disciplina —lo que no tendría por qué restringirse a las estrellas, sino que podría relacionarse con temas suficientemente amplios como el lugar del hombre en el universo o la historia del cosmos—, el profesor de astronomía se convirtió en una figura capaz de opinar acerca de todo. Y como si fuera poco, su tono no admite duda alguna: hay en sus declaraciones una claridad meridiana donde no caben los matices ni las discusiones, ya que todo está zanjado. Su última frase para el bronce fue aquella en que afirma que los niños “no deben leer el Quijote”, sino que “deben leer a Baradit” (además, profesor, ¿es obligatorio elegir entre uno y otro?). No cabe duda de que la obra de Cervantes impone desafíos pedagógicos a quien busque enseñarla, pero la gracia de ciertos clásicos es que se pueden abordar desde distintos frentes: no es necesario sentarse a leer el texto original sin mediación alguna para encontrar una entrada que permita conocerlos. El profesor parece ser víctima de su propia exposición mediática.El fenómeno Maza, sin embargo, es una versión local y en miniatura de unas dinámicas comunicacionales cada vez más dominantes. Basta ver lo que ha pasado con Greta Thunberg, quien durante las actividades de la ONU en Nueva York no dejó indiferente a nadie. Los medios y las masas la adoran —hay claros resabios de fanatismo religioso en quienes enarbolan pancartas con su rostro envuelto en una aureola—, y quienes no se dejan convencer por su discurso o su figura van poco a poco articulando sus críticas. Entre estos últimos, sin embargo, hay quienes intentan distinguir entre la parte razonable del mensaje y aquella cuota de gatoporliebrismo que se asoma detrás del pánico colectivo. A fin de cuentas, una cosa es promover medidas para contrarrestar el cambio climático y tomar conciencia de nuestras prácticas generales de consumo; otra muy distinta es ceder a las tentaciones totalitarias que aparecen diciendo que “la ciencia ya habló” y que no hay nada que discutir en sede política.

En todo este proceso, la adolescente sueca se ha convertido en un símbolo. Su empuje y su liderazgo son indiscutibles, y no cabe duda que su presencia en Chile en la COP25 será seguida minuciosamente por los medios de comunicación. La tentación está a la vista: en cualquier momento comenzarán a preguntarle sobre el golpe de Estado, su opinión acerca de la mejor empanada de Santiago o sus lecturas de los efectos que ha tenido la política de gratuidad universitaria impulsada por la-también-querida-por-la-ONU Michelle Bachelet. Y ante aquel bombardeo de preguntas, es posible predecir sin arriesgarse demasiado: toda respuesta exigirá ser leída al pie de la letra; cualquier cuestionamiento será herejía; lo único que se necesitará será acción.

Toda sociedad necesita una causa y toda causa necesita mensajeros. Un primer problema —aunque no demasiado grave— es exceder los ámbitos de competencia. Si el profesor Maza rápidamente abandonó la ciencia para convertirse en un opinólogo algo desorientado de la política local, el fenómeno Greta es mucho más que una discusión sobre el medioambiente. El verdadero riesgo está en lo categórico que se torna todo debate, en especial cuando la gravedad de la situación se confunde con la aparente claridad de sus soluciones. A pesar de la urgencia, se necesita una deliberación conjunta entre fans y detractores de Greta y, por mucho consenso científico que exista, la solución no será unívoca o simple como algunos intentan señalar.

El rol que pueda jugar una adolescente con liderazgo es fundamental en la toma de conciencia, pero muy distinta es la tentación de clausurar cualquier deliberación y de separar el mundo entre nosotros los buenos y ellos los malos. Esperemos que se dé un debate medioambiental sin tanta moralina millennial —extendida también entre algunos vetustos profesores— propia de quienes tienen todas las respuestas.