Columna publicada en La Tercera, 03.08.2016

De algún modo, la incipiente discusión previsional que se ha instalado en Chile es un buen reflejo del estado de nuestra discusión pública. De hecho, todo indica que el debate seguirá un arquetipo más o menos conocido: primero detectamos una falla social grave y objetiva, luego buscamos un culpable al que cargarle la responsabilidad, y más tarde nos damos cuenta de que el problema es más complejo y que, además, no contamos con los recursos para resolverlo. Finalmente, quedamos en una situación tanto o más precaria que la anterior, porque la catarsis colectiva siempre deja heridos en el camino (el caso universitario es de manual).

El primer fenómeno llamativo es el carácter selectivo e intermitente de nuestras indignaciones: la dramática situación del Sename, por ejemplo, nos incomoda, pero está lejos de producirnos una indignación tan intensa como la previsional. Esto ocurre porque el mecanismo exige la identificación de un culpable claro, idealmente vinculado con la dictadura. La indignación moral susceptible de convertirse en auténtico fenómeno político exige un chivo expiatorio al que atribuirle la responsabilidad de nuestros males. Es importante comprender esto, pues ninguna respuesta técnica será capaz de satisfacer ese sentimiento: a estas alturas, es indispensable hacerse cargo del aspecto simbólico implícito en la demanda. De hecho, para los críticos de las AFP, el problema no reside sólo en las malas pensiones, sino también en quienes lucran a partir de ellas (y no avanzaremos mucho mientras no logremos distinguir, aunque fuera analíticamente, ambas dimensiones).

Con todo, es innegable que el aspecto sacrificial tiene consecuencias nocivas que no deberíamos perder de vista. Por un lado, y aunque algunos sacan cuentas alegres, cabe notar que este proceso no beneficia a la actividad política. Esta última constituye un esfuerzo en el sentido exactamente contrario: lo político es una mediación que busca igualarnos en cuanto ciudadanos. Eso permite ordenar prioridades sin atarlas a los victimarios. Al no querer realizar esa mediación, los políticos se condenan a sí mismos: si no quieren gobernar, serán gobernados por fuerzas que no manejan. Al mismo tiempo, esta lógica expulsa siempre la culpa fuera de nosotros: si el problema son las AFP, entonces no hay esfuerzo colectivo que debamos realizar para mejorar las pensiones. Y aunque es evidente que el sistema previsional tiene defectos graves y está lejos de cumplir con lo prometido, no podemos ignorar que hay otros factores que también entran en juego. Con independencia de los defectos de sistema actual, es indudable que tenemos que ahorrar más. Por último, al expulsar el mal fuera de nosotros, perdemos la capacidad de percibir fenómenos donde la culpabilidad es más difusa. La indolencia nacional frente a los niños sin hogar es responsabilidad de todos nosotros; pero, como no hay un culpable, entonces el tema parece no importarnos tanto: nadie marcha ni se encadena por ellos. Esto muestra no sólo el rasgo adolescente de nuestras discusiones, sino también la profunda injusticia involucrada en ellas.

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