Opinión
Las paradojas de la eutanasia

''Que la izquierda, siempre tan atenta a las condiciones del consentimiento y a las opresiones estructurales, defienda con tanto ahínco esta normativa es sintomático de sus extravíos intelectuales: al convertirse al más estricto de los individualismos atomistas, la izquierda ha dejado de ser de izquierda''.

Las paradojas de la eutanasia

Los defensores de la eutanasia suelen recurrir a un concepto central para defender su agenda: la autonomía. Según ellos, la legalización del suicidio asistido es una consecuencia natural del reconocimiento de la autonomía individual: si un enfermo terminal, expuesto a grandes sufrimientos, prefiere morir, nuestra única respuesta legítima es permitirlo. Allí donde la autonomía se pronuncia, las otras razones han de callar. Más aún —insisten sus partidarios— la ley no obligará a nadie a hacer tal o cual cosa, sino que aumentará nuestro margen de libertad. Hasta acá, la argumentación es límpida e impecable: ¿por qué habríamos de inmiscuirnos en decisiones de otras personas? ¿No parece lógico que cada cual decida en función de sus propios criterios?


Sin embargo, la cuestión es más delicada de lo que parece, por varios motivos. El primero guarda relación con las condiciones de ejercicio de la autonomía. La autonomía no se erige sobre la nada, sino que supone un terreno sobre el cual desplegarse. El primero de ellos es el carácter indisponible de la vida, y la regla moral que se funda sobre ese hecho: no es lícito atentar contra la vida del inocente. En este caso, el problema surge porque el propio agente solicita la muerte. ¿Es ese un motivo suficiente para saltarnos la regla moral? ¿O bien cabría pensar que la misma autonomía supone que esa regla moral debe ser inviolable?


Para comprender la cuestión, puede ser útil recordar una cuestión elemental: no somos mónadas aisladas. En efecto, nuestras decisiones se insertan en un contexto que las hace posibles y pensables, y la autonomía necesita de ese contexto. No existe la decisión libre y desconectada de otros: ese es un sueño ilustrado que, a estas alturas, sabemos equivocado. En consecuencia, resulta absurdo suponer que las condiciones de la autonomía no se verán modificadas por la mera posibilidad de recurrir a la eutanasia. A primera vista, parece tratarse de una ampliación de la libertad, pero la verdad es que también se oculta una enorme restricción. Basta imaginar una situación banal y corriente: un anciano enfermo, que se percibe a sí mismo como una carga para sus familiares y cercanos. Con mayor o menor razón, ese anciano no puede dejar de ver en el rostro de otros un reproche por el tiempo y los recursos que deben destinarle a su cuidado. ¿Quién no conoce esa mirada dolorida?


Pues bien, si la eutanasia es autorizada, ese anciano débil y vulnerable deberá dar cuenta del hecho de querer seguir viviendo. En una palabra, deberá dar cuenta de su vida. El reproche —real o imaginado— ya no será solo por el cuidado que requiere, sino por querer mantenerse en vida. ¿En qué medida su consentimiento será independiente de la nueva posibilidad abierta por la ley? Si concebimos las decisiones humanas desde la pura individualidad, seremos ciegos a esta dimensión. Pero no hay nadie más dependiente de otros que ese abuelo. Por lo mismo, el anciano se verá enfrentado a un dilema tan radical como injusto: deberá dar cuenta, de modo más o menos tácito, de la decisión de seguir viviendo. Quedará expuesto a un reproche que la eutanasia vuelve posible, y eso cambia drásticamente las condiciones de su autonomía. En ese sentido, ayudar (con todos los medios disponibles) a reducir el sufrimiento es muy distinto a poner la propia vida sobre la mesa.


Así, la eutanasia hará pesar sobre los más vulnerables la carga de su decisión: elegir la vida tendrá peso, no será baladí. La pregunta es si, en esas condiciones, la autonomía puede ser ejercida. La paradoja es que la eutanasia horada el terreno sobre el cual se constituye la autonomía. Por supuesto, nos podremos engañar, y avanzar suponiendo que todas las decisiones son perfectamente libres y desconectadas del entorno. Sin embargo, en ese caso estaremos legislando sobre fantasías que no consideran la textura de la vida. Que la izquierda, siempre tan atenta a las condiciones del consentimiento y a las opresiones estructurales, defienda con tanto ahínco esta normativa es sintomático de sus extravíos intelectuales: al convertirse al más estricto de los individualismos atomistas, la izquierda ha dejado de ser de izquierda.


Esto puede explicarse de otro modo. Si el argumento central es la autonomía, ¿por qué restringir la eutanasia a casos calificados de enfermos terminales? ¿No constituyen esas limitaciones una restricción insoportable de la autonomía? El único modo coherente de defender el razonamiento es llevarlo hasta sus últimas consecuencias: toda persona, más allá de su edad y condición de salud, debería estar autorizada a solicitar el suicidio asistido, y nosotros deberíamos concederlo. ¿Están dispuestos todos los defensores de la eutanasia a sostener el argumento hasta el final? ¿Deberíamos permitir a un joven, o una persona aparentemente sana recurrir al suicidio asistido? ¿Qué horizonte vital estaríamos ofreciendo? ¿No se modificarían radicalmente las condiciones de la autonomía en una sociedad en la que cualquiera pudiera solicitar el suicidio asistido?


Michel Houellebecq —quien ha escrito las mejores páginas sobre la eutanasia en una de sus novelas— afirma que una civilización que autoriza la eutanasia no merece ser respetada. No es necesario ir tan lejos para percatarse de que un cambio de este tipo afecta muy profundamente el modo en que nos tratamos unos a otros: la propia vida pasará a ser un elemento más del juego social. Nada bueno podrá salir de allí.

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