Opinión
El gobierno y la eutanasia

La concepción que subyace a la narrativa del gobierno en favor de este proyecto supone el peor de los individualismos: uno que nos entiende como mónadas aisladas, y según el cual nuestras leyes y decisiones no repercuten en los demás. Todo esto es una ficción. En rigor, la mera existencia de una ley de eutanasia modifica las condiciones de nuestra vida común, pues establecerla como prestación médica exigible implica garantizar su respeto por parte de terceros.

El gobierno y la eutanasia

“Yo soy respetuosa de las creencias de la gente, pero también de la autonomía que tiene cada persona para decidir sobre su propia vida”, afirmaba ayer la ministra de salud, Ximena Aguilera, en una entrevista en El Mercurio. En medio de su despliegue por el proyecto de eutanasia que promueve el gobierno, la ministra ha subrayado esta idea en varias ocasiones. De ahí que sea pertinente detenerse en ella. 


Por de pronto, debe decirse que ni la invocación abstracta de la autonomía ni de los derechos individuales bastan como argumento. Ya sea que se trate de la destrucción deliberada e intencional de una persona vulnerable, como ocurre con la eutanasia, o de cualquier otra conducta, para justificarla se necesita algo más. Como dijera hace muchos años el filósofo liberal John Gray, “cuando diferimos profundamente sobre el contenido del bien, apelar a los derechos no nos ayudará pues, en ese caso, discreparemos respecto de los derechos que tenemos. Las diferencias fundamentales respecto de los derechos expresan concepciones rivales del bien” ("Two faces of Liberalism, 2000).


Y la concepción que subyace a la narrativa del gobierno en favor de este proyecto supone el peor de los individualismos: uno que nos entiende como mónadas aisladas, y según el cual nuestras leyes y decisiones no repercuten en los demás. Todo esto es una ficción. En rigor, la mera existencia de una ley de eutanasia modifica las condiciones de nuestra vida común, pues establecerla como prestación médica exigible implica garantizar su respeto por parte de terceros. Eso es precisamente lo que busca el proyecto en trámite y, en consecuencia, los perjudicados actuales y futuros son innumerables. 


De partida, ahí están los ancianos y enfermos terminales. A su ya precario estado, en adelante sumarían la carga de tener que persuadir a los demás (y a sí mismos) que vale la pena seguir luchando por su vida, en desmedro de la "salida" más rápida disponible. ¿Cabe imaginar una sociedad más fría e indolente que aquella en la cual los más vulnerables deben justificar su propia existencia?


A ello se añade la situación del personal e instituciones médicas, que se verían presionados a actuar contra un principio elemental e inherente a la medicina — y, en rigor, a la civilización—, como lo es la prohibición de atentar de manera directa y deliberada contra un ser humano inocente. En materia de aborto ya se ha intentado restringir e incluso desconocer tanto la objeción de conciencia individual como la legítima autonomía de los centros particulares que participan de la red pública de salud, y cuyo ideario pugna con estas prácticas. Con la eutanasia se anticipa el mismo derrotero, que poco y nada respeta las “creencias de la gente” que reivindica Aguilera.



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