La esfera pública puede destruirse porque no hay disposición a escuchar al otro, porque lo expulsamos de esa esfera, pero también se puede degradar como mero espacio de expresión de distintas sensibilidades, donde manifestar mi desprecio por un muerto se considera un derecho fundamental.
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Cada tanto tiempo algún suceso levanta la pregunta respecto de si acaso a la cultura de cancelación en la izquierda la ha seguido un fenómeno equivalente en la derecha. Esta semana la cuestión reapareció tras el asesinato de Charlie Kirk. Su trayectoria en buena medida había sido la de contraparte a esa cultura: se paseaba por las universidades generando acalorado debate bajo un letrero que invitaba a probar que en tal o cual tema estaba equivocado (“prove me wrong”). Ese solo hecho era un contrapunto visible respecto de un clima universitario que hacía poca honra a sus propios ideales. Días tras su muerte, sin embargo, distintas personas –de figuración mayor y menor– habían sido desvinculadas de sus trabajos por expresar críticas a su trayectoria o por derechamente celebrar su muerte.
A primera vista, parece entonces cierto que existe este movimiento pendular, que de un wokismo de izquierda puede pasarse a restricciones de la libertad de expresión desde la derecha. Tiene sentido advertir al respecto, pues si hay algún principio en juego (y no un mero interés) cuando se reclama contra la cancelación, ese principio debe seguir en pie. Para realizar esta comparación en serio, sin embargo, no solo se requiere mirar la fidelidad a los principios, sino también atender a los hechos concretos. Algunos de esos hechos confirmarán la advertencia que circula (así puede ocurrir con el caso Kimmel), pero otros invitan a una evaluación algo distinta. Después de todo, no es lo mismo el alumno universitario que exige la marginación de un profesor por sus ideas, del padre que no quiere ver a sus hijos en edad escolar educándose con un profesor que celebra un asesinato (de esto también hay muchos ejemplos).
Poco importa para nuestra discusión local si acaso ese último caso lo protegería o no en Estados Unidos la primera enmienda, o consideraciones semejantes. Lo que el caso sí pone sobre la mesa, es la pregunta por los términos en que defendemos la libertad de expresión. Después de todo, la esfera pública puede destruirse porque no hay disposición a escuchar al otro, porque lo expulsamos de esa esfera, pero también se puede degradar como mero espacio de expresión de distintas sensibilidades, donde manifestar mi desprecio por un muerto se considera un derecho fundamental. Jurídicamente esa línea puede ser imposible de trazar con precisión, y por lo mismo no la usamos para diferenciar el lenguaje aceptable del que no se tolera. Pero eso no quita su relevancia moral. Una cultura de amplias libertades, en otras palabras, se preserva no solo en la defensa jurídica de estas, sino también sabiendo cuándo es la hora de la autolimitación. La hora de la muerte ajena puede ser un buen ejemplo.