Columna publicada el domingo 18 de septiembre de 2022 por La Tercera
El “electorado infiel” del que habló la académica Kathya Araujo a inicios de este año parece ser también un “electorado racional”. Así lo presentaron los investigadores Matías Bargsted y Andrés González a la luz de los resultados de una encuesta Cadem realizada pocos días antes del plebiscito, donde se preguntó a cerca de 1500 personas los motivos centrales en la definición de su voto. Las conclusiones son reveladoras: ese mismo conjunto de votantes que regularmente modifica sus preferencias sin que la clase política pueda entender muy bien por qué, decide qué votar por razones bien fundadas y, por lo visto, mucho más informado de lo que se pensó. No hay acá una ciudadanía loca, por más que castigue a poco andar a los que ganan, ni una irracional que se mueve por bajas pasiones, manipulada por grupos que no quieren perder sus privilegios. Dura constatación la de esta evidencia, que viene a refutar las extendidas descalificaciones que, disfrazadas de argumentos, intentaron explicar la derrota abrumadora del Apruebo.
Por más brutal que haya sido el desprecio mostrado por una importante parte del mundo de la izquierda, la reacción no es demasiado novedosa. La hemos visto en otras partes del mundo. Cuando las decisiones de la gente común no calzan con las aspiraciones de quienes se han autodesignado como sus más legítimos portavoces, se responde con la acusación propia de aquel que se siente traicionado. La vanguardia de la que habló el Presidente Boric al referirse a la Convención y sus más férreos defensores, se identifica con el pueblo hasta que este despierta en los términos del adversario. En ese caso, en lugar de preguntarse por los motivos del propio fracaso, una porción significativa de intelectuales y políticos se muestran decepcionados pues, ante tanto esfuerzo, la ciudadanía no parece querer avanzar hacia el mejor destino auspiciado por ellos. Es que la gente no sabe lo que quiere; hay que anunciárselo, y si no se convence, habrá que atribuirlo a los medios controlados por los poderosos o a la supina ignorancia de grupos populares que, aparentemente y nadie sabe por qué, serían más vulnerables a la desinformación que el resto.

Pero las cosas no fueron así. La gente rechazó un texto que no la convenció, ni vio en él una respuesta acorde a sus demandas de cambio y certeza. No hay acá una sociedad radicalizada, insuficientemente progresista o atemorizada con la velocidad y profundidad de las transformaciones, sino una que reaccionó ante un diagnóstico equivocado: la lectura de un determinado grupo que confundió su propia agenda con la expectativa de las grandes mayorías. Sin embargo, no parece haber mucho espacio para esta reflexión. No es muy atractivo asumir el dato de un electorado racional, porque obliga a hacer autocríticas dolorosas. Se han mirado los ejemplos en otras partes del mundo, como la elección de Trump o el triunfo del Brexit, para constatar cómo ciertos liderazgos problemáticos o agendas supuestamente retardatarias logran imponerse sobre la base de la mentira, pero no para advertir que la desvaloración de las motivaciones de las personas suele traducirse en castigo a la hora del voto. La gente quiere que la política ofrezca cambios, pero no que busque transformarla a ella para moldearla a su antojo. Por momentos, el proceso constituyente y la propuesta de la Convención se inclinaron más por lo segundo. Y ante su fracaso, no han sabido escapar al mismo desprecio que los llevó a la derrota. De persistir en él, no podrán ejercer papel alguno en el desafío que tenemos aún por delante. Seguirán ensimismados en su frustración narcisista, en lugar de partir con actitud humilde a rehabilitar los lazos con la sociedad que dejaron de escuchar y valorar.