Columna publicada el sábado 9 de octubre de 2021 por La Tercera.

Las instituciones subsisten porque la mayoría somos leales a ellas. Es decir, porque lo normal es respetar el espíritu que las informa. Esto es reforzado por la presión de pares, o moral, en los órdenes más tradicionales, y por la formalización legal en los más complejos y modernos. Pero por mucha obediencia y sanción que haya, siempre habrán polizones, pillos o “free riders”, que se relacionarán de manera mañosa e instrumental con las formas y las reglas de la sociedad en la que habitan. Y normalmente se saldrán con la suya porque el resto preferirá dejarlos abusar que poner en riesgo la institución abusada.

Un ejemplo a la mano es el de las regulaciones electorales actuales que, para prevenir el financiamiento irregular de la política, entregan dineros públicos a los candidatos según los votos que obtengan. Esto abre la puerta para que chantas faranduleros de toda laya vean una oportunidad de negocios en una “pasada” electoral: si la inversión por voto sacado les resulta mucho menor que la retribución pública por sufragio, el negocio es redondo. Estas candidaturas de cazadores de rentas son indignantes, pero son el costo a pagar para evitar otros males mayores. Luego, las toleramos.

El Presidente Sebastián Piñera es una persona que siempre ha jugado con los límites institucionales.Tiene mentalidad de apostador y una pulsión casi infantil por poner a prueba las restricciones. Como muchos de su generación, considera una “viveza” encontrarle la trampita a las cosas. Porta el estandarte de los compatriotas que viajaban a Europa con bolsas de monedas de cien pesos para usarlas como si fueran euros, cuando las máquinas expendedoras del viejo continente no distinguían entre unas y otras.

Siempre, por este motivo, hubo una contradicción entre la persona de Sebastián Piñera y el rol de Presidente. Quien gusta de jugar con los límites institucionales para hacer brillar su personalidad difícilmente será capaz de someterse a una disciplina impersonal para encarnar la representación de la institucionalidad. Y el efecto ha sido, efectivamente, la degradación del cargo. Piñera ha sido el sepulturero de la figura presidencial, soporte clave del entramado institucional chileno. Si hoy vivimos bajo una especie de parlamentarismo tropical de facto, se debe en buena medida a su incapacidad para entregarse a un rol superior a él mismo.

Con el escándalo relativo a la compraventa del proyecto Dominga en un paraíso fiscal, se rompe el último elástico del señor de los elásticos. Y la degradación de las instituciones durante los últimos años ha sido tal, que ya resulta difícil calcular si vale la pena custodiar lo que queda de la presidencia salvándole el pellejo de nuevo. Esta decisión, que en el caso de la izquierda se mezcla claramente con intereses de propaganda electoral, no es fácil ni siquiera para el propio conglomerado político detrás del Presidente.

A esto hemos llegado. Pero la pregunta siguiente es si queda algún justo. Piñera también es síntoma, y el egoísmo cínico hoy es legión. No hay república sin ciudadanos, y ni el Congreso ni la Convención, controlados hoy por la izquierda, brillan por su civismo. Es cosa de ver el circo de miserias del cuarto retiro.