Columna publicada el 17.09.18 en El Líbero.

Hace un tiempo el Gobierno presentó una indicación al proyecto de ley de identidad de género para permitir el cambio de sexo registral a menores entre 14 y 18 años. La semana pasada, Jaime Bellolio, a diferencia de un número significativo de parlamentarios oficialistas, anunció que votaría a favor de la indicación. Algunos en la derecha lo han criticado por “ceder” ante la presión de la izquierda (y la misma crítica se ha hecho al Gobierno, que actuó en contra de lo que prometió en campaña).

El caso de Bellolio es interesante porque devela un incipiente cambio de clivaje político, que hace un tiempo se divisaba, pero hoy se está volviendo cada vez más evidente. Las diferencias políticas más fundamentales ya no parecen girar en torno a derecha e izquierda, o a Estado y mercado, sino entre conservadores (a falta de mejor término, algunos lo llaman republicanismo cristiano) y liberales integrales. Y hay conservadores y liberales tanto en la izquierda como en la derecha.

La alianza liberal conservadora tiene una importante historia en Chile. La de nuestros días descansa en la notable articulación que logró Jaime Guzmán entre el liberalismo Chicago y parte del pensamiento católico de la época. Pero hay muy buenas razones para pensar que esa unión es política y no doctrinaria o conceptual, si se quiere. Y las alianzas políticas son contingentes. Guzmán fue capaz de captar la necesidad política del momento para, en su preocupación, hacerle frente al socialismo. Pero la Guerra Fría ya pasó y la propia caída del muro generó un cambio en el mapa político. Lo que nos divide hoy tiene menos que ver con los chicago boys que con las chicago girls. El liberal integral abraza la deconstrucción del sexo y busca el fin del patriarcado; rechaza a quienes afirman y pretenden vivir conforme a identidades particulares, pues solo cree en la universalización de las relaciones, en el ciudadano cosmopolita de un mundo globalizado; y cuyo credo es cada vez más hostil a la religión y amigo de los valores promulgados por el derecho internacional de los derechos humanos.

El pensamiento conservador tiene que adquirir conciencia de que su alianza con el liberalismo es política; y, por lo tanto, no es necesaria. Si en algún momento fue inteligente hacer la unión, hoy se hace necesario mirarla con mayor distancia. De esto no se sigue, por supuesto, que la alianza liberal-conservadora deba ser rechazada en su totalidad. Tomar distancia es simplemente adquirir plena conciencia de límites, de aquello donde el liberalismo en su concepción predominante choca irreconciliablemente con el pensamiento conservador (de izquierda y derecha): la ilusión en el progreso permanente (y existe, por tanto, un “lado correcto de la historia”), de que llegaremos a algo así como una paz perpetua, de que las diferencias políticas pueden ser metidas debajo de la alfombra recurriendo a derechos dejando la tarea deliberativa en los tribunales constitucionales, de que la libertad es liberación, de que lo externo es coacción, de que la autonomía es emancipación y de que mientras menos dependamos de otros más nos desarrollaremos.

La política es, en muchos sentidos, pragmatismo y estrategia. Si el pensamiento conservador quiere sobrevivir —ya se está notando que no es mayoría en el La Moneda, menos en el Congreso— tiene que tomar decisiones sobre los compañeros de ruta que quiere para las próximas décadas. Seguir acompañado de gobernantes que promueven ideas que, en el fondo, socavan las bases del proyecto político que el republicanismo cristiano busca; o con parlamentarios UDI que fundamentan sus votos recitando el liberalismo político rawlsiano y categorías maniqueas (los que están a favor de los niños versus los que están en contra), no parece ser el camino. Rawls se regocija y Guzmán se retuerce. Y el tiempo apremia.