Publicada el 12.09.19 en El Líbero.

El éxito electoral y social del populismo es un dato que no podemos obviar a estas alturas del partido. Para Daniel Brieba y Andrés Velasco resulta aún más evidente la relación directa entre el estilo tosco, conflictivo, e incluso grosero de los líderes populistas, y la honda falta de ideas en el debate público. Los autores piensan que nuestra crisis política tiene un carácter marcadamente intelectual, donde la ausencia del centro ha sido manifiesta. Eso explica que Liberalismo en tiempos de cólera tenga por objetivo identificar un “conjunto distintivo y reconocible de ideas que sea propio del centro y que pueda servir de base tanto para la construcción de una sociedad más justa como para el combate contra el populismo en cualquiera de sus variantes”. El carácter hostil del populismo hacia el pluralismo, la complejidad social y la representación política es lo que explicaría la tendencia persistente de sus líderes a proponer medidas simplistas, cortoplacistas y casi siempre ineficaces (basta pensar en el célebre “Aló, Presidente” de Chávez). De ahí el fuerte desafío para los políticos de centro y la extrema necesidad de discursos moderados o gradualistas que logren dar con un tono persuasivo y conformen coaliciones electoralmente atractivas.

Igualitarismo democrático

La alternativa de Brieba y Velasco consiste en lo que ellos llaman un “centro liberal”, “progresista” o “igualitario”, un “liberalismo igualitario” o “igualitarismo democrático” capaz de ir más allá del vocabulario político repetitivo y anticuado que escuchamos todos los días, fuente de creciente desafección ciudadana. Eso explica el esfuerzo de los autores por mostrar que, aunque los tratemos como excluyentes, libertad e igualdad no son conceptos necesariamente antagónicos, sino más bien estándares normativos que debemos reconciliar. Para lograr esta articulación, recurren al trabajo de la filósofa Elizabeth Anderson y su doble objetivo de evitar “relaciones sociales opresivas al interior de una sociedad democrática”, a la vez que “tratarnos como iguales en el espacio público”. Debemos pensar, entonces, en las condiciones de posibilidad del desarrollo de nuestras “capacidades” y las instituciones que nos liberen de vivir sujetos a dominación. Este tipo de perspectiva enfatiza fuertemente el rechazo de actitudes como el sexismo, el racismo y el clasismo, sin relegar la distribución de los ingresos a un rol menor o secundario, desarrollando así un marco normativo que sea sensible a distintas clases de injusticia.

En lugar de recurrir a la gastada fórmula “¿cuánto Estado y cuánto mercado?”, reduciendo la pregunta a una inquietud puramente cuantitativa, Brieba y Velasco invitan a pensar cómo cada una de estas instituciones puede asegurar determinados umbrales de bienestar. No se trata de demonizar ni sacralizar el mercado, sino de gobernarlo y distinguir entre sus tipos o versiones “más o menos deseables”. Este debe concebirse como una herramienta para alcanzar determinados valores –libertad, justicia, equidad, entre otros–; y si entendemos correctamente sus propiedades, podremos identificar las condiciones e instituciones que lo hacen funcionar virtuosamente. Gran parte de lo dicho aplica también para el Estado.

El zorro y el erizo

Toda esta reflexión es en buena medida consecuencia de una actitud humilde y cauta frente a la complejidad de los procesos sociales, que –por mucho que quisiéramos– no podemos alterar a voluntad. Se trata de la actitud que prefiere “reformas graduales, pero sostenidas y acumulativas” en lugar de cambios totales, refundacionales, que Brieba y Velasco llaman el “talante” liberal; una personalidad “reformista, gradualista y escéptica respecto a teorías que todo lo explican y a recetas que todo lo curan”. Siguiendo la célebre metáfora de Isaiah Berlin, los liberales son zorros. El zorro es de carácter más bien escéptico, y desconfía de las maneras definitivas o globales de ver el mundo; enfatiza el carácter provisorio e incluso precario de nuestro conocimiento. Los zorros “entienden que el único camino es el del aprendizaje arduo y paulatino”. El erizo, por el contrario, es dogmático, platónico, utópico, que de alguna manera cree que toda la realidad se puede resumir en una sola idea. El erizo no se resigna a la irreductible complejidad del mundo: no acepta que nuestra posición es incierta y que carecemos de las respuestas definitivas que tanto nos gustaría tener.

La distinción entre liberalismo y populismo se reconduce, así, a estas dos personalidades, estos dos modos irreconciliables de enfrentar la complejidad de la existencia. No se trata de una correlación exacta, pero sí de cierta “correspondencia” o “afinidad electiva” (p. 250), suficientemente marcado como para permear no sólo a las personas sino a las culturas y las instituciones. Siguiendo a Claudio Véliz, los autores afirman que “América Latina es un erizo que, desde mediados del siglo XIX, ha intentado desesperadamente transformarse en zorro, con resultados indiferentes” (p. 252). La vida pública latinoamericana es así un desfile permanente de erizos barrocos, ávidos de imponer visiones únicas de la vida, que impiden consolidar una democracia estable y pluralista.

Hacia una épica liberal

Sabemos que para los liberales la dirección que toma el mundo no es demasiado auspiciosa. La hipótesis inicial del libro vuelve a nosotros: ¿qué éxito podemos esperar de un programa así de debilitado? Hay quienes creen, advierten los autores, que se trata de un problema endémico del liberalismo: su incapacidad sistemática de defender valores morales sustantivos y de despertar lealtad y afecto por sus instituciones. El liberalismo invita a la neutralidad, a la razón y la duda, no al particularismo, la pasión y la certeza, y eso pareciera significar una evidente desventaja frente al populismo. Un liberalismo así, desconectado de nuestros deseos, emociones y pasiones, carece de toda épica; y sin épica, jamás será una alternativa políticamente viable. Pero esta autocrítica invita, más que a resignarse y aceptar la derrota, a tratar de comprender mejor el propio liberalismo.

La neutralidad liberal, argumentan Brieba y Velasco, no se funda en el mero escepticismo, sino en teorías del bien centradas en el respeto a las múltiples maneras de vivir. De este modo, “la vida buena deja de ser incompatible con el pluralismo liberal”. Este constituye un proyecto político con un fuerte contenido ético que define y orienta el tipo de sociedad que busca promover. Asimismo, compromete no sólo nuestra racionalidad sino nuestras emociones, y permite así “configurar una épica” que conste de “emociones, pasiones y –por qué no– amor”. “Lo político, lo moral y lo emocional están vinculados de modo inextricable”, dice George Lakoff, porque los seres humanos disponemos de un “sentido” o “instinto moral” incrustado, por así decirlo, en la profundidad de nuestros cerebros. El que los populistas apelen a esas emociones, metáforas y narrativas no debe impedirle a los liberales hacer lo mismo. Algunas categorías desarrolladas por los teóricos liberales, como el “patriotismo constitucional” o el “patriotismo cívico”, permiten precisamente hacer esto, incorporando los elementos locales y cotidianos a la vida política. Así, Brieba y Velasco buscan distanciarse de la concepción abstracta y globalizante del liberalismo que muchas veces domina en la discusión, y quieren mostrar cómo las categorías políticas pueden apelar a nuestra experiencia concreta. Celebrar el natalicio de figuras como Martin Luther King –de gran simbolismo y significancia para la vida democrática– no es lo mismo que celebrar ceremonias de carácter religioso y particularista, pues apelan a la comunidad de una manera diferente. Su retórica y simbolismo demostraron una eficacia extraordinaria en circunstancias difíciles, y eso es una fuente insustituible de cohesión social.

Esta épica liberal es indispensable, pues el populismo se alimenta de las fisuras inevitables de la democracia contemporánea. Eso exige una respuesta ambiciosa, y por eso ella no puede formularse sólo en términos tecnocráticos: el saber técnico, aun siendo indispensable, no es ni remotamente la única condición para la legitimidad de las decisiones colectivas. Y eso exige múltiples cambios. Entre ellos, los autores cuentan la descentralización; el cambio en prácticas informales como el amiguismo o el pituto, y no sólo las leyes; cambios culturales, más diálogo y más entendimiento para convivir en una sociedad menos jerárquica, más compleja y pluricéntrica; una clase política “menos autorreferencial y más porosa” (p. 341). Sin ideas, sin embargo, nada de esto es posible, y es ahí donde Brieba y Velasco piensan que el igualitarismo democrático puede hacer la diferencia.

Política para zorros

El libro de Brieba y Velasco busca definir los contornos del igualitarismo democrático o liberal y proponer cierta épica que permita posicionarlo como una alternativa viable, políticamente operativa. Necesitamos precisar, sin embargo, un elemento específico dentro de esta reflexión, pues pareciera atravesarla en múltiples aspectos. Se trata de lo que podríamos llamar la “psicología política” del liberalismo.

Los autores parecieran sostener que toda forma de liberalismo presupone una “psicología política” que lo acompañe: una determinada subjetividad o ciertas disposiciones que hagan viable la realización de los valores liberales. En otras palabras: para vivir en una sociedad liberal, no podemos aceptar simplemente cualquier clase de conducta como válida. La dominación, la opresión, formas muy agudas de desigualdad o jerarquía desafían esa pretensión de igualdad y movilidad que parece ser la condición de las sociedades liberales, y esas formas deben tener un correlato a nivel de la conciencia.

El pluralismo es, para los autores, la consecuencia inmediata y necesaria de esta psicología política. De este modo, el argumento hace eco de las hipótesis defendidas por Carlos Peña, del intento de dar cuenta de ciertos aspectos de la sociedad moderna no sólo en términos estrictamente filosóficos, sino en función de transformaciones históricas particulares. Si la pluralidad de experiencias vitales debe dar paso al pluralismo, esto no se debe sólo a una justificación normativa abstracta, sino a las transformaciones culturales e institucionales de las sociedades modernas. Peña argumenta que las sociedades modernas son inherentemente diversas y plurales, y por eso la capacidad de cada uno de decidir cómo vivir su vida es un valor supremo para nosotros. Y eso se habría producido en Chile como consecuencia del acelerado proceso de modernización, con el mercado jugando un papel central. La modernización hizo posible una fluidez de las relaciones sociales que fracturó las formas jerárquicas y clasistas de la hacienda chilena. Brieba y Velasco parecieran presuponer que el aparato teórico del “centro liberal” apela fuertemente a esa figura, a esa subjetividad específica, nacida al alero de estas condiciones.

Es evidente que los autores no buscan describir este fenómeno de modo exhaustivo, pero a ratos éste pareciera ocupar un rol más decisivo que el que los autores quisieran darle. En esa medida, es pertinente evaluar si el libro no necesita una discusión más explícita sobre las ambigüedades y tensiones de ese sujeto social, pues a ratos pareciera contentarse con caracterizarlo en términos puramente abstractos.

Quizá donde esto es más transparente es en el lugar central y decisivo que ocupa la metáfora del zorro y el erizo de Berlin. ¿No será que, al asumir simplemente que las dos subjetividades enfrentadas son el zorro y el erizo (identificados mecánicamente con el liberalismo y el populismo), los autores simplifican el populismo a tal punto que lo pierden de vista? ¿Se trata simplemente de visiones de mundo abstractas, desarraigadas, de las que no podemos dar cuenta? ¿El conflicto político es una especie de lucha eterna entre zorros y erizos?

La pregunta es, por lo tanto, si ese carácter del zorro, flexible, pragmático, abierto al cambio, no admite ser formulado con más matices. ¿Los economistas de Chicago fueron zorros o erizos? Sabemos que tuvieron mucho del carácter del zorro: se necesitaba una especial flexibilidad, apertura al cambio y vocación refundacional para impulsar las transformaciones económicas de la dictadura, el predominio de la libertad negativa y el mercado. A la luz del presente, sin embargo, el erizo en ellos difícilmente puede ser más transparente. Y la pregunta puede llevarse más lejos: ¿por qué a ratos las figuras que se autodefinen tan celosamente como pragmáticas, moderadas, gradualistas, nos parecen tan dogmáticas e insensibles frente a la realidad concreta? ¿Quienes fueron zorros en tiempos de la Concertación pasaron a ser erizos cuando perdieron el poder? La distinción de Berlin parece ser, al fin y al cabo, excesivamente normativa, e incapaz de resistir sustento empírico. El zorro puede ser una prescripción interesante para definir cómo comportarnos, pero difícilmente es una buena descripción de nuestra historia reciente. Quizá uno de los principales problemas del libro, entonces, sea abusar significativamente de esta metáfora, descuidando una discusión más informada históricamente.

Pero el problema aquí no es la metáfora en sí, sino que su uso demasiado libre impida un examen más profundo de nuestras categorías políticas. ¿Podemos fundar una filosofía completa sobre dos personalidades tan poco ambiguas, tan definitivas? ¿Es propio del zorro, abierto a la complejidad, la duda, concebir el mundo en términos así de simplificados? Pero dado que buena parte de su atractivo normativo viene de aquí, al renunciar a su metáfora los autores se arriesgan a quitarle fuerza a su proyecto político. Es lo que les permite formular conclusiones normativas limpias, intuitivas, en algún sentido evidentes.

Después de un crudo siglo XX, parte de nuestro sentido común es el rechazo de los dogmatismos, de cualquier forma de totalización de la vida; la imposibilidad de creer que existe un destino colectivo unívoco frente al cual no podemos disentir. A fin de cuentas, todos somos zorros: el erizo es el remanente de otra época. Así, la tesis de Brieba y Velasco deviene en algún sentido tautológica: es obvio que no podemos ser erizos hoy. ¿Pero, entonces, realmente el desafío hoy es el triunfo de los erizos? ¿Responde esto a las dudas del presente? ¿No será que el problema es otro?