Columna publicada el domingo 14 de abril de 2024 por La Tercera.

Michelle Bachelet reapareció en la escena pública esta semana manifestando una inquietud que repite desde hace un tiempo: la amenaza que acecha actualmente a nuestras democracias. Ya no se trata de peligros explícitos encarnados por los regímenes autoritarios del siglo XX, sino de ofensivas que van horadando desde adentro las bases que sostienen la legitimidad del sistema. La expresidenta recuerda con esta advertencia algo relevante: el carácter contingente, y por lo mismo frágil, de la democracia, que exige estar siempre cuidándola; nunca podemos darla por sentada.

Ahora bien, no hay que engañarse. Como ha señalado en otras ocasiones, la inquietud de Michelle Bachelet no busca llamar a la prudencia a todos los actores políticos ante la conciencia de que la amenaza a la democracia puede estar en los lugares menos pensados, sino identificar a esta última con un rostro concreto: la extrema derecha. Ella sería el verdadero peligro. Azuzando el hastío ciudadano con la política tradicional, la extrema derecha persuadiría a la gente con un “lenguaje sencillo” que ofrece soluciones fáciles y emocionales a sus miedos, mientras subrepticiamente va restringiendo derechos fundamentales. Porque ese es su real objetivo. No hay en ella ninguna conexión con demandas desoídas de las personas (lo que permitiría explicar, en parte, su capacidad movilizadora), sino mero afán retardatario; “retrocesos civilizatorios” que deben ser desenmascarados. Vuelve así Michelle Bachelet, y toda una izquierda intelectual y política junto a ella, a una estrategia cada vez más extendida en ciertos ambientes: la descalificación del adversario, antes de cualquier análisis detenido de lo que él refleja. No se trata de que haya que pasar por alto dimensiones problemáticas de un grupo político (este, desde luego, las tiene), sino de preguntarse primero qué es lo que pone de manifiesto y, sobre todo, qué hay detrás de aquellos que se identifican con él. 

Pero la estrategia no se agota en la descalificación. Al mismo tiempo que denuncia al adversario, se intentan describir sus recursos, porque se reconoce su eficacia. Así, aunque sus objetivos sean despreciables, parece valer la pena recoger sus técnicas de difusión. La discusión, entonces, pasa a ser sobre los medios que emplean: el lenguaje sencillo y convocante, la apelación a los miedos de la gente, la conexión con la emoción. Porque mientras la izquierda –como dijo la propia Bachelet– habla desde el cerebro y la racionalidad, esta derecha lo haría desde el corazón. Hay que apropiarse entonces de la estructura narrativa de ese peligroso grupo, para llenarla del contenido positivo y democrático que los denunciadores encarnan. A eso parece reducida la capacidad autocrítica de quienes no ven tanto en la extrema derecha una amenaza a la democracia, como a su propia permanencia en el poder. Y así, en lugar de revisar sus diagnósticos, o las derivas antidemocráticas de sus propios sectores políticos, deciden apropiarse de la táctica comunicacional de aquellos que demonizan. 

No queda claro si es por ingenuidad o descaro, pero en ese esfuerzo no logran otra cosa que volverse espejo de lo que denuncian. Porque no hay peor amenaza para la democracia que haber resuelto que se está del lado correcto de la historia –del lado de la verdad–, ante lo que no queda otra tarea que encontrar los medios más eficaces para imponerse. Ya no interesa así la disputa respecto de modos distintos y legítimos de alcanzar el bien común, o de responder mejor a las demandas ciudadanas; tampoco la pregunta por los motivos que alejaron a los electores que hoy apoyan a sus enemigos. Pareciera que lo único que interesa es hacerse con el poder para echar a andar una agenda ya resuelta. Poco queda entonces de inquietud por una democracia que nunca está asegurada; es más una fachada para camuflar las aspiraciones de quienes decidieron ser sus únicos representantes.