Columna publicada en Pulso, 11.11.2016

El reciente triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses se suma a las sorpresas que, de un tiempo a esta parte, nos han dado los sistemas democráticos. En las votaciones británicas del Brexit y del referéndum colombiano acerca de las FARC, la opinión pública también daba por hecho un resultado que finalmente no se verificó.

¿Será que las encuestas o los medios de comunicación tienen sus brújulas averiadas? ¿O se trata, más bien, de que cierta opinión dominante no logra sintonizar con las mayorías que acuden a las urnas? Sea cual sea el diagnóstico -que excede, ciertamente, los alcances de esta columna-, hay quienes se sienten incómodos con la democracia: pocos cuestionan sus mecanismos, pero bastantes miran con escepticismo los resultados a los que nos ha conducido.

Una reflexión muy interesante en torno a este sistema y sus riesgos es la que realiza Tzvetan Todorov en “Los enemigos íntimos de la democracia” (Galaxia Gutenberg, 2012). En esta obra, el lúcido pensador búlgaro-francés afirma que sus amenazas actuales no vienen desde fuera, a la manera de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX.

Por el contrario, dichas amenazas se incuban dentro de los mismos sistemas democráticos. Y describe tres peligros: el mesianismo, el neoliberalismo y el populismo. Haciendo eco de una vieja disputa entre pelagianos y agustinianos (que a simple vista no tendría nada que ver con el tema en cuestión), describe al ser humano como un sujeto siempre tentado por los voluntarismos radicales y por un afán de moldear la realidad según sus intereses.

Si bien la tesis pelagiana -a muy grandes rasgos, que los esfuerzos del hombre bastan para encontrar la vida eterna- no tuvo éxito, Todorov la ve renacer en las ideas que hoy día ponen en peligro al sistema democrático. Los riesgos vienen, siguiendo a Flahault, por la eterna desmesura del mito prometeico, lo que en palabras de Todorov lleva a creer “que la voluntad humana podía transformar a su antojo la sociedad y los seres que la forman”.

Vale la pena describir brevemente las tres amenazas que observa Todorov. En primer lugar, el mesianismo sería heredero de las grandes revoluciones modernas: la Revolución Francesa, por un lado, y la revolución bolchevique, por otro. En ambos momentos, el hombre busca una autonomía que lo libere de las ataduras políticas y económicas. Pero aquel deseo de perfeccionamiento, presente en muchas formas y proyectos políticos, adquiere una característica especial en los mesianismos: “No basta con modificar las instituciones, sino que aspira a transformar también a los seres humanos, y para hacerlo no duda en recurrir a las armas”.

Por otro lado, Todorov comprende las corrientes neoliberales como aquellas que ven las leyes del mercado y de la competencia desde una dimensión puramente “científica”, donde el quehacer humano y la acción política tienen poco y nada que decir. Al riesgo colectivista de los totalitarismos, donde el individuo habría sido suprimido en nombre de los intereses de la sociedad, habría sucedido el peligro contrario: el hombre, visto principalmente desde una óptica que lo reduce a una participación económica de la sociedad, no posee vínculos que lo definan en el mundo y que le otorguen a su vida un sentido trascendente.

El populismo es quizá, hoy día, su mayor riesgo. El contexto del ensayo de Todorov lo hace observar, principalmente, la situación europea. De allí que identifique semillas populistas en aquellos discursos que ven la crisis de la nación como inmediato sinónimo de una crisis de la democracia, donde un “nosotros” está amenazado por un colectivo indefinido de inmigrantes o de musulmanes. Los partidos nacionalistas que, en el contexto de este ensayo, iban tomando mayor relevancia en Holanda, Dinamarca o Francia, sirven al autor para esbozar las características del populismo que amenazan el “consenso liberal” que se anunció luego de la Guerra Fría. Pero qué duda cabe que situaciones como la de Estados Unidos o la de algunos países latinoamericanos comandados por caudillos populistas podrían complementar una reflexión que sigue siendo enormemente relevante.

Lo importante de publicaciones como la de Todorov (o como aquella que hace algún tiempo publicamos en el IES, “Los fundamentos conservadores del orden liberal”, de Daniel Mahoney) es que nos obligan a pensar el orden democrático más allá de los meros procedimientos o mecanismos. Los actuales desafíos exigen elaborar una propuesta democrática más robusta, donde haya principios irrenunciables que sustenten este sistema y ciertos fines que borran la ilusión de que bastan las elecciones de la mayoría para sustentar la democracia.

Si la experiencia estadounidense nos preocupa e inquieta -más que indignarnos y provocar desprecio por una ciudadanía supuestamente ignorante y estúpida-, esta es una oportunidad de reflexión en un mundo que a ratos parece haber renunciado a ella.

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