Columna publicada el domingo 4 de febrero de 2024 por La Tercera.

A los chilenos nos cuesta reconocer y admirar la excelencia y la grandeza. Esto nos protege de algunos males, como la debilidad por los liderazgos demagógicos y carismáticos que campean en el continente americano, pero también nos puede hacer mezquinos. Con frecuencia sólo rendimos honores a los muertos, luego de una vida de chaqueteo. Este rasgo incluso tiene un nombre: “el pago de Chile”.

El retiro de la vida pública del expresidente Ricardo Lagos Escobar, a sus 85 años, nos da la oportunidad de honrar en vida a un político que, en mucho sentidos, encarnó el ideal del hombre de Estado. Esto no significa que su trayectoria carezca errores y defectos, sino que logró, con gran esfuerzo y para beneficio de Chile, sobreponerse a ellos hasta inclinar la balanza en favor de los aciertos y las virtudes.

Identificar y destacar la calidad de un liderazgo, que normalmente se refleja en sus frutos, nos permite aprender a distinguir un buen político de uno mediocre o malo. La valoración de lo bien hecho es una forma de aprendizaje colectivo y no sólo un beneficio para quien es honrado.

Este mes se discutirán, probablemente, muchas características de Lagos y su gobierno, pero yo quisiera mencionar aquí dos que me llaman especialmente la atención. Primero, su capacidad para hacer crecer a quienes lo rodearon en la vida pública. Casi todos quienes fueron sus ministros, subsecretarios y asesores nunca brillaron más que bajo su mandato, lo que les permitió seguir exitosas carreras después, y eso habla de una capacidad para sacar lo mejor de cada cual. El contraste con los liderazgos presidenciales que han venido después, cuyos círculos cercanos en el gobierno han terminado siendo, casi sin excepción, carne para la picadora, es muy notable.

¿Se debe esta diferencia sólo a que a Lagos le tocaron tiempos más tranquilos? Creo que no sólo a eso. Un buen líder normalmente es consciente de que está dirigiendo y afectando la conducta y la conciencia de otros, por lo que es cuidadoso respecto a lo que defiende en público. Hacer mentir o justificar con argumentos mañosos actos mediocres o incorrectos degrada a quienes son conducidos a ello. Lagos muy rara vez expuso a las personas que lo seguían a esa degradación: al revés, lo que se ve en su carrera es un cuidado por mantener viva la dignidad de la causa defendida y de los métodos utilizados. Nadie debió perder o ver afectada su vergüenza para defender lo que se hizo en su gobierno. Ni siquiera Francisco Vidal.

Eso lleva a la segunda característica notable del liderazgo de Lagos: ser capaz de hablar en Estatal. Nunca o casi nunca presentó sus propuestas y decisiones como si fueran deseos facciosos. Nunca se refugió en un “todos tenemos nuestra ideología” para justificar no intentar siquiera persuadir al adversario. En sus planeamientos trataba constantemente de poner bajo la luz del interés público y el bien común lo que estaba promoviendo. La política, en su mandato, tenía siempre sabor a política de Estado. Eso fue lo que le entregó la seguridad para enfrentar las bravatas del débil mandatario boliviano, así como para no agacharle el moño a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos.

Tener visión de Estado y del rol geopolítico de Chile hizo que casi todo el mundo se sintiera dignamente representado por él. También hizo sus políticas sólidas, pragmáticas, y su tono moderado. Y guardó la honradez y la decencia de sus representados.

¡Qué lejos se ve hoy nuestra política de algo que pasó hace tan poco! Son tiempos más difíciles, es cierto. Y algunos de esos problemas uno podría reconducirlos incluso al propio gobierno de Lagos. Pero la ausencia de política de Estado, la pérdida de estándares públicos, el comportamiento altanero y faccioso, el minuteo cínico, el farandulismo carente de vergüenza y los liderazgos egoístas, que usan como carne de cañón a todos quienes los rodean, son males de los que somos plenamente responsables.

Al final del día, es absurdo pretender que lograremos hacer las cosas mejor que en el pasado si no somos capaces de conservar nada de lo bueno que tenía, al tiempo que atizamos cada uno de sus males, y agregamos otros nuevos. ¡O tempora, o mores!