Columna publicada el 07.07.19 en El Mercurio.

Hace dos semanas, el Mineduc publicó las nuevas bases curriculares correspondientes a los últimos años de enseñanza media. La principal novedad, como sabíamos, consiste en el carácter optativo de Historia, medida que generó una fuerte polémica. ¿Qué motivos podrían justificar que dicha asignatura deje de ser obligatoria hacia el final del ciclo escolar? Debe decirse que, en este punto, el documento guarda un misterioso silencio: no hay ningún esfuerzo por explicar la decisión, que se asume como un hecho consumado. La conjetura más plausible parece ser que la integración forzada de un nuevo curso de “Formación ciudadana” (impuesto por el legislador) no podía concretarse sin sacrificios.

Ahora bien, el texto también autoriza a explorar otras hipótesis. En efecto, la lectura de sus doscientos treinta y una páginas constituye una formidable introducción al modo en que los burócratas pedagógicos del Mineduc piensan la educación de nuestros hijos, y esto no resulta ajeno a lo ocurrido con Historia. Me explico. Las nuevas bases curriculares buscan fomentar las habilidades “para el siglo XXI”, el espíritu crítico, la autonomía, la flexibilidad, la creatividad y la adaptabilidad a un mundo en constante movimiento. Por lo mismo, el alumno debe estar en el centro del proceso de aprendizaje (la expresión utilizada es “aprendizaje basado en proyecto y resolución de problemas”). El educado, más que recibir, debe aprender a aprender (esto se llama “metacognición”). Un dato muy simple permite ilustrar el punto: el texto alude decenas de veces a la innovación —palabra mágica del mundo contemporáneo—, y, sin embargo, no hay referencia alguna a la transmisión de conocimientos. Si se quiere, estamos en el mundo soñado por Rousseau. El estudiante no tiene nada que recibir de otro, la alteridad se ha esfumado y el profesor tiende a desaparecer.

Desde luego, alguien podría objetar que la tendencia no es novedosa y que viene siendo aplicada hace décadas (con los resultados que conocemos). Con todo, resulta interesante mirar desde acá la marginación de la historia. Después de todo, se trata de una disciplina que nos obliga a aprender de otros, a estar dispuestos a acoger un pasado del que no somos “actores principales”. Dicho en simple, es imposible enseñar historia sin transmitir algo que excede nuestra individualidad, sin hacernos cargo de un patrimonio que nos precede. Si el alumno debe aprender a aprender, no es seguro que la mirada puesta en el pasado sirva de mucho: tal es la lógica implícita que el documento no se atreve a verbalizar.

El nuevo curso de “Formación ciudadana” es, quizás, el mejor síntoma del fenómeno que intento describir. La asignatura carece de contornos precisos y sus objetivos son una acumulación inacabada de lugares comunes: se habla de democracia, de derechos, de respeto a la diversidad, de bien común y de multiculturalidad. No obstante, estos conceptos no están definidos, ni queda claro cómo se articulan entre sí (en un extraño intento por subsanar estas dificultades, el documento recurre al concepto de “multiescalaridad”: nueva alerta de novlang). En rigor, nada indica que estemos frente a una disciplina digna de ese nombre, susceptible de ser enseñada. Tampoco resulta evidente que tengamos profesores preparados para dictarla. Nada de esto es casual: dado que no tenemos ningún acuerdo respecto de qué significa ser un buen ciudadano, el curso queda en un curioso estado de incoherencia interna. Sobra decir que, en esas condiciones, la “Formación ciudadana” quedará expuesta al riesgo de adoctrinamiento, mucho más que otros cursos. En ausencia de corpus, de método y de contenido, cada profesor podrá rellenar los vacíos con sus propias convicciones.

En este contexto, el carácter optativo de Historia resulta más bien anecdótico, pues los problemas centrales del documento van por otro lado. Al mismo tiempo que se glorifica el espíritu crítico, se adoptan —sin la menor distancia— todos los discursos dominantes y las frases hechas. El lenguaje pretencioso no alcanza a esconder un pavoroso conformismo intelectual. Pero hay más. Se ensalza la innovación, la adquisición de habilidades (“para el siglo XXI”) y la capacidad de adaptarse, pero nunca se asume que todo aquello supone conocimientos que nuestros alumnos están lejos de poseer. Las bases curriculares se mueven en un irrealismo rayano en el delirio, pues pretenden que el alumno realice tareas muy sofisticadas sin haberle dado antes las herramientas mínimas. Por mencionar el ejemplo más llamativo, la asignatura de Filosofía busca que “el estudiante sea capaz de filosofar por sí mismo”. La frase suena bien, pero no tiene mayor sentido. Es imposible filosofar si apenas se sabe escribir, si se carece de comprensión lectora y si se ignoran las tradiciones de pensamiento. No puede construirse el vigésimo piso si no tenemos el primero.

Enseñad a leer y todo estará salvado, decía Charles Péguy. Me temo que en esa frase hay más verdad que en las abundantes páginas de nuestras nuevas bases curriculares. No siempre se puede inventar la rueda.