Columna publicada el domingo 7 de enero de 2024 por El Mercurio.

Pocos meses después de haber asumido, el Presidente Boric afirmó que su generación tenía dificultades a la hora de habitar la república y, en definitiva, estar a la altura de los cargos que ostentaban. Las palabras del mandatario no buscaban solo asumir los errores y desprolijidades propios de una nueva administración. Fueron también un reconocimiento a la profunda desconexión del Frente Amplio con la historia de Chile: la retórica de sus dirigentes había sido tan antagónica que se volvía difícil encarnar la continuidad de la república. De algún modo, el Presidente admitía el peso de las instituciones, la legitimidad del pasado y, al mismo tiempo, la liviandad de su discurso previo. El presidente quería aprender a ser presidente.

Ha transcurrido más de un año y medio desde que esas palabras fueran pronunciadas, tiempo suficiente para evaluar si la dificultad ha sido subsanada. Y debe decirse que el panorama no es muy alentador. El mandatario diagnosticó bien un problema al que no ha sabido —o no ha podido— darle una respuesta. En efecto, Gabriel Boric no ha logrado urdir una trama convincente sobre este punto y, en el mejor de los casos, sigue atrapado en las mismas trampas que en 2022.

Los motivos son múltiples, pero quizás el principal guarda relación con la continuidad narrativa. Son tantas las ocasiones en las que el Presidente Boric ha renegado del diputado Boric —una columna no alcanzaría a enumerarlas— que el personaje ha perdido casi toda consistencia, sin que haya una identidad nítida que emerja en reemplazo de la anterior. El mandatario se ha vuelto un político impredecible, con poca quilla, en la medida que ha renunciado a todas y cada una de sus convicciones previas, sin mediar explicaciones razonables. Habitar las instituciones supone grados mínimos de coherencia, y el mandatario carece completamente de ellos. El riesgo es evidente: sus opiniones son cada vez más irrelevantes, pues no reposan en una base sólida.

Por otro lado, al mandatario le cuesta tomar altura. Se enfrasca en disputas constantes con la prensa, cree que es posible la comunicación directa con la ciudadanía a través de un megáfono, usa las redes sociales como si fuera uno más, y así. En rigor, le cuesta mucho ubicarse en el lugar preciso y con la distancia justa, pues tiende a dejarse llevar por sus impulsos. Para decirlo de otro modo, no distingue con claridad la persona de la institución que encarna. El resultado es que la institución se degrada, y el mismo Gabriel Boric pierde poder en la medida en que se consuma la degradación. El círculo vicioso tiene algo de infernal, pues el presidente se frustra progresivamente en la medida en que su comportamiento reduce su capacidad de acción, lo que aumenta su frustración.

Cabe añadir otro factor: el mandatario no ha logrado construir algo parecido a una coalición ordenada detrás suyo. Era obvio que la convivencia entre la antigua Concertación y los jóvenes rebeldes no sería fácil, pero el presidente es el llamado a articular la convergencia entre ambos mundos. Este es, necesariamente, el centro de su proyecto político: concretar la ansiada unión de las izquierdas. Más allá de los cónclaves, jornadas de reflexión y sucedáneos varios, el oficialismo sigue escindido en dos almas que se observan con desconfianza recíproca. Este es el cuadro que ha llevado al Gobierno a mirar su 30% de apoyo con tanto amor (no hay otra palabra). Dado que el escenario le deja poco espacio, entonces lo razonable es alimentar al público cautivo, y evitar así el desfonde que padeció el gobierno anterior. El cálculo parece razonable, pero adolece de una estrechez peligrosa.

Si se quiere, la interrogante fundamental es la siguiente: ¿cómo está transformando el ejercicio del poder a Gabriel Boric? Todos los presidentes son transformados por la investidura, pero esto puede ser especialmente radical cuando la trayectoria anterior ha sido tan breve. Esto se agrava por un factor al que ya aludimos: el mandatario ha renunciado a las convicciones y los sueños que lo condujeron a La Moneda. ¿Qué queda entonces? ¿Cuál es su identidad política? ¿Qué mueve a Gabriel Boric en último término? No hay que haber leído la obra íntegra de Maquiavelo para advertir la dificultad involucrada: cuando el poder carece de norte, y busca solo su propia conservación, la actividad política se envilece, y se rebajan quienes la practican. Incluso el Boric del 15 de noviembre —ese político con visión, libre y audaz— se ha ido esfumando, hasta casi desaparecer. Hoy, el mandatario parece abatido por el peso de un cargo cuya importancia quizás vislumbra, pero que no termina de comprender del todo.

El presidente quería habitar la república. Supongo que aspiraba a elevarse con ella, situarse a su altura y reconciliarse con la historia. El objetivo era noble, pero el destino es caprichoso: ha logrado más bien lo contrario. Por más que le pese, al presidente le cuesta ser presidente, le cuesta reconocerse como tal. En todo caso, esto no debe extrañar: Gabriel Boric no suele reflexionar sobre los medios para alcanzar sus fines; y de allí sus frases grandilocuentes que no tocan la realidad, que no tienen correspondencia en los hechos. En esas condiciones, habitar la república no ha dejado de ser una quimera, que es también una tragedia para el país. Como decía el poeta, nunca es triste la verdad. Lo que no tiene es remedio.