Columna publicada el lunes 4 de diciembre de 2023 por La Segunda.

“Toda ley, toda legislación, es para restricción de la libertad; eso es lo que estamos haciendo aquí, estamos restringiendo la libertad, pero lo hacemos por el bien común”. Así hablaba hace una semana la senadora irlandesa Pauline O’Reilly, en apoyo a la nueva legislación contra discursos de odio que se discute en dicho país. Según sus críticos, se trata de la más agresiva legislación de este tipo impulsada en Occidente. Irlanda, cabe notar, ya tiene legislación contra la incitación al odio. Pero la draconiana propuesta actual criminaliza no solo la expresión de tales discursos, sino incluso su posesión (como, por increíble que suene, en forma de memes).

El jefe de gobierno, Leo Varadkar, dio un renovado impulso a esta ley tras las protestas en torno a la inmigración la pasada semana. Se trata de las más grandes protestas que el país haya visto en décadas, y es tras responsabilizar por las mismas a la “extrema derecha” que le ha parecido útil revivir la idea de este mecanismo de control. En rigor, Irlanda destaca en el contexto europeo por carecer de un partido antimigratorio con representación parlamentaria. La ley en cuestión –además de impedir otras tantas discusiones– parece orientada a prevenir su surgimiento.

Todo un nudo de preguntas centrales para el momento político global parecen juntarse aquí. Por una parte está la cuestión de la “extrema derecha”. Desde luego que hay fenómenos patológicos en dicha dirección. Pero la idea de que esa etiqueta pueda servir para enfrentarlos, o que todo grupo conservador es de “ultraderecha”, constituye una manifiesta renuncia a pensar. Tal como en Chile, esta cuestión exige distinguir movimientos contrarios a la institucionalidad de los que operan dentro de ella. Obliga también a distinguir entre posiciones incuestionablemente incompatibles con la convivencia de aquellas que simplemente –para bien o mal– tensionan los consensos que abraza la opinión ilustrada dominante.

Y luego está la perenne cuestión de los medios y los fines. Detener a los partidos antimigratorios puede ser un fin legítimo, pero ¿a qué precio? La senadora O’Reilly se expresa como si nadie en el pasado hubiera pensado en restringir la libertad por fines nobles. Su candidez es elocuente respecto del carácter irreflexivo de cierto progresismo. Y su caso no es nada de inusual: también entre nosotros este tipo de medida, con sus expansivas definiciones de “odio”, es una tentación perenne.

Esto no es más que una foto, la de esta semana, de las confusiones del momento. Como muchos lugares del mundo, Irlanda lleva décadas en reacción contra su pasado tradicional. Esa reacción puede ser más o menos justificada, según el caso. Pero ya va siendo hora de perder la inocencia respecto de su potencial autoritario.