Columna publicada el 03.07.18 en El Líbero.

Según se ha informado, el Gobierno pareciera encontrarse ante una situación compleja —un “zapato chino”— producto de la redacción del nuevo reglamento que norma la objeción de conciencia institucional. Recordemos que hace unos meses la Contraloría General de la República representó (declaró que no fue hecho conforme a derecho) el protocolo que dictó el Ministerio de Salud sobre el mismo asunto.

Las razones que invocó la Contraloría fueron dos. Primero, un aspecto formal: que el instrumento jurídico no podría ser un protocolo. El segundo fue un factor de fondo. Sostuvo que aquellas instituciones que reciban recursos estatales no pueden objetar conciencia porque cumplirían una “función pública”, y esa función implicaría “sustituir” a un organismo estatal. Al sustituirlo, entonces, debería regirse por las mismas reglas (y, por lo tanto, tendría el deber de hacer abortos si se lo piden). Como he argumentado en este medio y en otro, en conjunto con Claudio Alvarado, la decisión de la Contraloría sobre el segundo aspecto es una decisión eminentemente política. ¿Por qué es esto un problema? Porque su función no es emitir dictámenes políticos (ese tipo de decisiones las toma el Congreso y el Ejecutivo), sino solamente de mera legalidad. Es decir, debe determinar si el acto emitido por el órgano del Estado en cuestión fue realizado conforme a la ley (si actuó dentro de sus atribuciones, conforme a los procedimientos que la ley contempla para hacerlo, etc.). Son asuntos formales, no de fondo; y la decisión política ya estaba tomada: esa era la finalidad del protocolo objetado.

Sin embargo, al definir que una “función pública” implica que la sociedad civil —cuya naturaleza es evidentemente muy diferente a la del Estado— debe regirse por el mismo tipo de razonamiento que el Estado, la Contraloría está tomando una decisión sobre el sentido de lo público. La discusión sobre este asunto, no lo olvidemos, ha estado al centro del debate nacional de los últimos años y está lejos de ser una cuestión pacífica, donde encontramos desde las posiciones más estatistas hasta las más libertarias, pasando por ideas más simpatizantes con la estatización (como el “régimen de lo público”) y otras por la vitalidad de la sociedad civil (subsidiariedad). Una decisión de este tipo no es una decisión jurídica. Ni siquiera es que la exceda: es diferente, pues el razonamiento político y el jurídico corren en planos distintos. Adicionalmente, la Contraloría es poco consistente porque mientras afirma que las asociaciones civiles deben regirse por reglas estatales, sostiene (¡en el mismo dictamen!) que esto no aplica al régimen de los trabajadores. ¿Por qué distingue entre el régimen laboral y el de la libertad de asociación? En los pocos párrafos en que sus abogados despachan el asunto no existe justificación sobre eso.

Frente a esto, el Gobierno parece encontrarse ante un dilema: si reglamenta lo mismo que antes, corre el riesgo de que la Contraloría lo represente de nuevo. No obstante, el dilema es aparente, no real. Jurídicamente, como hemos visto, la decisión de la Controlaría es incorrecta (para usar un término benevolente). Quizás el problema del Gobierno sea de señales políticas, pero aquí no hay por dónde perderse. En la objeción de conciencia institucional se juega un elemento central en la vitalidad de la sociedad civil y un Estado subsidiario en forma. Hay pocas ideas más importantes éstas. Si la Contraloría vuelve a cometer el error de representar el reglamento, la Constitución le permite al Presidente insistir ante el Tribunal Constitucional (TC). Aquí tiene todas las de ganar, y hay dos razones que permiten pensar que recurrir al TC en este caso es una decisión prudente.

La primera es que lo que se debe pedir al TC es que simplemente declare que la Contraloría se excedió en sus atribuciones al dictaminar sobre el sentido de lo público: es incompetente para hacerlo. Así, el TC se encuentra ante la oportunidad de tomar una decisión muy formal, que ni los que lo llaman “tercera cámara” podrían objetar. La segunda razón es que la promoción de sociedad civil dinámica es tanto real como simbólicamente clave. En este sentido, si hay algún capital político que arriesgar recurriendo al TC, este es el mejor ejemplo.